2012/12/31

POSÉEME... O NO


Un caserón del siglo XIV, dos muchachos en edad de merecer, una lista de reliquias... y una reliquia que no viene en la lista: un fantasma, cosecha del año 1347.

Que lleva demasiado tiempo aullando de aburrimiento y se muere por un poco de acción.





POSÉEME... O NO





Un pueblo de Aragón.

Un caserón medieval del siglo XIV restaurado, re-restaurado y vuelto a restaurar; con más remiendos que un patchwork, vaya.

Un día cualquiera...



Dos coches llegaron al unísono al pueblecito de nombre anodino que se alzaba, con poca convicción, en medio del valle. Se detuvieron ante la tapia anodina, comprobaron si habían llegado al sitio correcto y cruzaron la anodina reja que alguien se había dejado abierta. Los jardines eran... Bien, digamos que no tenían nada extraordinario.

Un hombre de mediana edad se bajó de la reluciente máquina de manufactura alemana en la que había llegado. Su traje y el vehículo hacían juego en cuanto a intachable pulcritud después de conducir durante cinco horas. Se puso su inmaculada chaqueta que había tenido la precaución de doblar para que no se arrugara, puso los brazos en jarras, contempló el edificio y suspiró.

Menuda construcción, qué maravilla de arquitectura. Rezuma la estilizada sobriedad del tiempo en el que fue concebida. Lástima que las posteriores restauraciones no le han hecho justicia. El ala derecha grita «neoclásico» por los cuatro costados y, en cuanto a esos ventanales que no deben tener más de ciento cincuenta años, a lo sumo...

El otro automóvil se detuvo a su lado. Este debía ser de manufactura... marciana, dado que tenía más alerones que un caza estelar. Puede que ahí debajo hubiese un par de tuercas originales de la cadena de montaje en la que había sido ensamblado, pero habían quedado bien sepultadas bajo capas y capas de tuneado. Un tipo ataviado con una estrecha camiseta blanca de manga corta y unos vaqueros ajustados se bajó de la nave espacial. Era el típico pavo que siempre llevaba camiseta de manga corta para lucir los asimismo tuneados bíceps, así la temperatura fuese de quince grados bajo cero. El tío también puso los brazos en jarras, contempló el edificio y escupió.

¡La hostia, qué chozo más jodidamente feo!



El jodidamente feo caserón medieval de estilizada sobriedad había pertenecido durante los últimos noventa y cinco años a una respetable y anciana viuda que lo había heredado de sus padres. La buena señora debió de haber nacido ya anciana y viuda, porque no había alma que recordara, ni de lejos, el tiempo en el que fue joven y casada. Lo cierto era que en sus años postreros ya había decaído mucho, magnífico eufemismo para indicar que estaba más majara que un rebaño de cabras bipolares. Había vivido allí sola, contándoles una y otra vez sus soporíferas vivencias a un loro vetusto del cual se decía que se había ahorcado de su propia barra para escapar de su miseriay una cocinera también vetusta —que de seguro no se había ahorcado porque era más sorda que un gato de escayola. Al no tener hijos, la propiedad había pasado a un par de sobrinos que habían considerado la posibilidad de convertirla en un «hotelito rural con encanto», término moderno muy en boga que viene a implicar que, si son rurales, hasta las porquerizas pueden tener encanto.

Y el par de sobrinos estaba estudiando el edificio en aquel momento. Al reparar el uno en el otro se acercaron a saludarse con mucha cordialidadlos dedos del conductor del vehículo teutón terminaron un poco chafadose, ignorando a sus respectivas familias, corrieron hacia la entrada para introducir la mastodóntica llave en la cerradura y revisar el cuidadoso inventario que el abogado les había proporcionado.

Las respectivas familias en cuestión salieron de los coches, a ver qué remedio. Consistían en un par de esposas con caras de circunstancias una por cabeza— y en un par de hijos a punto de entrar en la veintena también uno por cabeza. El hijo del piloto de Ala-X era, a simple vista, una digna reproducción de su padre, atractivo, alto y musculoso —guardaban la ropa en el mismo armario, para ahorrar tiempo y espacio—, aunque no daba la impresión de estar lleno de gozo. Lo más probable era que anduviese cavilando sobre las escasas posibilidades de que en el pueblo hubiera lugares decentes de marcha y un número de pibitas lo bastante abultado para que le durasen todo el verano. Pero como se había pasado el curso completo rascándose la zona genital, sus argumentos para librarse del destierro forzoso habían perdido toda posible convicción.

El vástago del otro heredero no guardaba mucha semejanza con su primito: era corto de vista, no muy alto y decididamente nada atlético con un poco de maña podría haberse deslizado por el hueco de la cerradura que acababan de abrir—. Al pisar el camino de tierra se ajustó sus gafas de pasta, se abrazó a su portátil y contempló, con admiración, el edificio en el que se suponía que iba a pasar las próximas semanas. Era un estudiante sobresaliente cuya vida social tenía la misma animación que un velatorio amish, por lo que no iba a echar de menos la ciudad.

El joven miró a su derecha, a la considerable porción de espacio donde se alzaba su pariente. Contuvo la respiración. Cuando su piel ya adquiría un tinte purpúreo, abrió la boca y se estrujó los sesos intentando recordar la palabra que se usaba para saludar a las personas. Creía que empezaba por hache, pero el parón repentino de riego sanguíneo que había sufrido su cerebro le había formateado el disco duro.

Ho... ho... ho... —entonó, a la manera de un esmirriado Papá Noel afónico.

En su imaginación había compuesto una frase perfecta, coherente y que destilaba autoconfianza: «Hola, tú debes ser mi primo Kevin, yo soy Jacobo, qué pasa». Sí, no estaba mal para romper el hielo. stima que el tal Kevin no fuese muy ducho leyendo mentes y, como los sonidos inconexos que articulaba su primo registraban los mismos decibelios que el carraspeo de un ratón, el alto chaval pasó por su lado sin echarle una mirada. De hecho, ni siquiera se percató de su existencia.

Jacobo cerró la boca, aunque antes dejó escapar un sentido suspiro. No iba a ser el último que lanzara estando entre aquellas paredes, por descontado. Luego salió trotando tras su recién conocido —más o menos— familiar.



El inventario del caserón fue repasado a conciencia y resultó aceptable, a excepción de ciertas menudencias. Siendo justos, no podía achacársele al abogado falta de celo. ¿Cómo iba a saber él que, en la parte que indicaba:

Un secreter de madera de palisandro con tiradores de bronce;

un juego de té de Macao consistente en tetera, lechera, azucarero, catorce platillos y trece tazas;

una cubertería de plata de cuarenta y cinco piezas con las iniciales «V» y «M» grabadas;

una mantelería de encaje de Venecia con once servilletas;

debería haber figurado, en realidad:

Un secreter de madera de palisandro con tiradores de bronce;

un juego de té de Macao consistente en tetera, lechera, azucarero, catorce platillos y trece tazas;

una cubertería de plata de cuarenta y cinco piezas con las iniciales «V» y «M» grabadas;

un fantasma, en su día del género masculino, originario del año 1357;

una mantelería de encaje de Venecia con once servilletas?

No, el hombre había sido riguroso en su trabajo. Ninguno de los dos herederos habría echado en falta aquella pieza concreta del mobiliario, porque el mencionado fantasma era invisible, incorpóreo y extraordinariamente silencioso. Pero él sí que reparó en los recién llegados, vaya que sí. Después de rondar aquella casa a lo largo de ocho diferentes siglos había trabado un íntimo conocimiento con cada uno de los rincones, arañazos y muescas, y hasta con las telarañas y ciertas pelusas centenarias. De hecho, había abierto los etéricos ojos con gran asombro al observar a aquel par de caballeros dando vueltas por el edificio y pavoneándose, en su nuevo papel de amos.

Pero cuando los jóvenes entraron tras ellos... Oh, caray... Cuando aquellos mozos traspasaron el umbral de la que había sido su prisión durante varios cientos de años, jadeó como si le faltase el aire. Era una mera licencia literaria, claro estaba; hacía mucho tiempo que le faltaban el aire y todos los demás fluidos. No obstante, no pudo evitar relamerse, hablando de forma figurativa, los invisibles labios.

Para concluir, elevó una oración jubilosa a cualquiera que le estuviera escuchando allá arriba. Nunca se sabía y, además, era de bien nacido ser agradecido.




***




La historia de los años en los que el fantasma se habría partido la boca de intentar atravesar una pared no era demasiado interesante; tampoco, tristemente, demasiado larga. Había nacido en 1340 y era el benjamín del acaudalado noble que había construido aquel caserón. Como ya tenía un heredero, un hijo obispo y un par de hijas que habían celebrado dos provechosos braguetazos políticos, el buen señor no tenía muy claro el futuro de aquel pequeñajo tardío. Por lo que a él respectaba, bien podía ocuparse de las caballerizas o de zurrir mierdas con un látigo, con tal de que no molestara y se estuviera calladito.

Pero no, el pequeño cabroncete no se estuvo quieto. Tenía que salirle desviado, invertido, sodomita... un bujarrón con todas las letras, hablando en plata. Y el muy desgraciado ni se molestaba en disimular. No iba a arriesgarse a que algún inquisidor con exceso de celo se presentara por allí y celebrara una noche de San Juan anticipada, así que encerró al pequeño pervertido en un rincón ignoto para que recapacitara. Y tan bien lo encerró que hasta se olvidó de dónde lo había puesto.

El joven fantasma en ciernes pasó a mejor vida. Y, hablando de eufemismos...

Lo de «mejor vida», según descubrió el pobre ente, era falaz propaganda clerical. La existencia después de la muerte... era una mierda. O, al menos, no podía decirse que él se lo estuviera pasando en grande en su purgatorio particular, porque mira que era una guarrada disponer de toda aquella libertad para acosar a los varones en edad de merecer y no poseer un cuerpo para disfrutarla. Carecía de glándulas y las hormonas ya no dictaban sus impulsos. ¿De dónde venían, pues, aquellos calentones crónicos? En términos comparativos, su intangible fogosidad habría bastado para surtir de energía a una turbina ectoplasmática de tamaño medio. Ahí era nada. Por si fuera poco, nadie lo había informado de las posibilidades del mundo espiritual, con lo que los siguientes cientos de años fueron una continua sucesión de frustrantes episodios voyeurísticos. Ver y no tocar. Cuernos.

Y, entonces...

Cuando ya había perdido las esperanzas de que el nuevo siglo marcado en su calendario etéreo, el XXI, fuese a traerle otra cosa aparte de más aburrimiento, se topó con algo que nunca había entrado antes en aquella casa. Tres cosas, en realidad: un chico bastante potable, un chisme de esos modernos que se llamaban «ordenadores» y un concepto que le costó muchos días comprender, «Internet».

El chico había entrado a trabajar al servicio de la vieja tarada en calidad de jardinero, albañil y carpintero. No estaba nada mal, y le sirvió para distraerse del tedio de los largos años pasados con la exigua compañía de dos mujeres y un loro. En los ratos libres, el chaval encendía aquel aparatito mágico y aquellas extrañas y brillantes estampas se sucedían interminablemente. Y, de tanto en tanto, imágenes en movimiento de damas y caballeros... intimando; y también de damas intimando con ellas mismas, y con otras damas. El fantasma no se perdía detalle. De acuerdo, era emocionante comprobar que los tiempos habían cambiado y las actividades contra natura ya no llevaban aparejado convertirse en un churrasco, pero... ¿hacían falta tantas damas?

Ahora bien, lo que de verdad transformó su vid... su existencia para siempre no fue el descubrimiento del porno, sino algo mucho más práctico a corto plazo: la parapsicología. Sí, aquel joven era aficionado a entretenerse leyendo páginas sobre ocultismo. ¿Quién le iba a decir al pobre fantasma que, después de tantos siglos, aprendería cosas tan útiles en un chisme así? Un truco tan ingenioso como la posesión... ¿cómo no se le había ocurrido antes? Se habría sonrojado, de haber podido. Se habría dado de cabezazos contra la pared, pero su cabeza siempre aparecía, ilesa, en la habitación de al lado.

Ya que tenía una víctima propiciatoria tan a mano, practicó con el chaval. Roma no se levantó en un día. Otras cosas también tardaron su tiempo en alzarse, mas la paciencia dio fruto y el difunto del siglo XIV se las arregló para hacer que sus tenues moléculas se mezclaran y quedaran ancladas a las de su involuntario huésped durante unos segundos. ¿Sería muy difícil adivinar cuál fue la primera parte de su anatomía que cobró vida? Pues no. La experiencia fue breve y cuando hubo de soltarlo se encontró con que su títere no recordaba nada en absoluto. De hecho, se estaba preguntando a santo de qué tenía aquella erección de caballo.

El día que perfeccionó la técnica hasta que pudo asumir un control total y prolongado fue apoteósico. ¿Qué haría un fantasma que rondaba los setecientos años la primera ocasión en que volviera a disfrutar de un cuerpo? ¿Comer hasta hartarse? ¿Beber hasta el coma etílico? ¿Aprender a hacer pulseras con gomitas? ¿Ir a oler las rosas? Naaa... Comenzó a pajearse como un mono delante del espejo del baño. La primera gallarda duró unos siete segundos, décima más o menos, y le hizo lanzar un aullido que desconchó la pintura de las paredes. La segunda se prolongó durante unos más honrosos treinta y nueve segundos y fue celebrada con un berrido de corno suizo. Y la tercera... guau... La tercera le tomó nada más y nada menos que un minuto y medio. Un minuto y medio de éxtasis cuasimístico... Habría llorado de gozo, de no ser porque necesitaba conservar íntegra su provisión de fluidos.

Después de cuatro horas de cascársela casi sin interrupción tuvo la mala fortuna de que la novia del chaval se presentara por la casa. Dos meses de abandono total, y la muy meretriz tenía que venir justo entonces. Y dado que nadie le abría la puerta —al único al que le regía aceptablemente el cerebro en aquel momento era al loro— optó por colarse por una ventana abierta. La concentración del titiritero se rompió. Para el pobre chico fue en parte una suerte, qué duda cabía: un par de manolass y le habría estallado una vena. Por otro lado, cuando la chica procesó la dantesca imagen que ofrecía su enamorado en el baño...

El amor juvenil puede ser veleidoso y titubeante. Aunque el escocido jardinero temporal persiguió a su muchacha, abandonado incluso el trabajo a toda prisa, ella no quiso volver a saber de él. Claro que el fantasma nunca llegó a enterarse. Todo lo que sabía era que había perdido su recién redescubierta felicidad, y se dedicó a vagar por el caserón, como el alma en pena que era, lamentándose por la brevedad de los goces terrenales, hasta que le rechinaron los inmateriales dientes.

Entonces decidió tomar al toro por los cuernos y estudió la situación con cuidado. Había aprendido algo maravilloso, cierto, pero también había perdido la posibilidad de practicarlo. Observó aviesamente a los actuales moradores de la casa. De aquellos tres, el único al que se hubiera planteado poseer era el loro y, con franqueza, desconocía por completo cuáles eran las posibilidades masturbatorias de las aves, así que desistió. No le quedaba más remedio que armarse de paciencia y acechar hasta que pasara algo... o alguien. Una cosa que se le daba jodidamente bien.

Y entonces... llegaron ellos.




***




A Kevin y Jacobo les fue asignado un enorme cuarto para los dos. No había muchas estancias habitables en la casa y había que tomarse las cosas con calma, así que sus padres sentenciaron que un par de chicarrones de la misma edad no tendrían problemas en compartir los dominios.

Kevin reparó al fin en aquel chicarrón de un metro sesenta y siete que lo miraba raro tras los cristales de sus gafas. Masculló un poco convencido «hola, chaval» y le hizo puré los dedos de la mano derecha con su apretón más liviano. Después desempacó su colección de ropas un par de tallas más pequeñas de lo aconsejable, se repantigó en la cama, se adosó el móvil a la oreja y se tiró dos horas telefoneando y chateando con una colección de tíos, colegas, machos, socios, chorbas y chulas.

Jacobo sí que lo miraba raro, no se podía negar. Aparentaba deshacer su equipaje e ir a lo suyo, aunque la verdad era que lanzaba tantas ojeadas de refilón a su primo que los ojos amenazaban con salirle rodando. Jorobar, es que el chaval era un monumento. Dejando de lado el tipazo que aquella tela prieta marcaba que daba gusto, todo abultado por todas partes, era guapo hasta decir basta, con aquel pelo castaño claro que le provocaba impulsos de engominarlo a lametazos, aquellos labios llenos que daban ganas de rechupetear de lado a lado y continuar el trabajo por dentro, aquel cuello que, con aires de caramelo gigante, estaba pidiendo «babéame, babéame»... A ver, Jacobo, céntrate, so subnormal, se decía el joven en aquel momento, con esa fijación por sorber que te ha entrado. Alguna parte habrá que no... Nueva ojeada de extranjis—. Pues no, se lo succionaba todo, todo y todo, hasta ese tatuaje tribal del bíceps que aparentaban ser garabatos mongoles. Me agachaba y le chupaba la bragueta de los vaqueros hasta que se volviera papel de fumar. Ay, madre, que las ocho cajas de condones que ha sacado de la bolsa no eran para hacer los globos de un baile de graduación, que este los usa a saco... Y, hablando de usar, ¿le irá la carne, o vivirá en perpetua Cuaresma, a base de pescado todo el rato? ¿O la nouvelle cuisine? Ay, Dios, ya no sé ni lo que me pienso... A ver qué dice, a ver si...

Y yo intentando montármelo con la piba, claro contaba Kevin al exhausto teléfono móvil—, y diciéndole al tío que se fuera a chuparla...

A chuparla... pensaba Jacobo, embobado con esas orejas que lucían brillantes del tamaño de pomos de puerta. Otra cosa te chupaba yo... Me metía ese lóbulo en la boca y le sorbía el pendiente hasta esmerilarlo...

... Y el notas que no se piraba, oye, que se quedó ahí, pasmado, y yo le solté que más le valía quitarse de mi vista rapidito porque, si no, lo iba a machacar...

si que te machacas en el gimnasio, ¿eh, monumento?, con esos músculos que parecen un tenderete de melones. Y, hablando de machacar, o mejor dicho, de machacársela...

¿Y qué te crees que hizo el cabronazo? ¡Me rozó el culo! ¡El muy maricón hijolagrandísima! Le partí la cara...

A Jacobo se le partió otra cosa: el corazoncito. Y, de paso, se le cayó el alma a los pies, allá, entre las pelusas.

... Que ya no lo va a reconocer ni su madre, al bujarra ese...

De acuerdo, las preferencias sexuales de Kevin empezaban a determinarse vagamente. Su compañero de cuarto tragó saliva y se dio la vuelta, no fuera a ser que el homo-detector de aquel monumento hetero se liase a pitar y pensase que había llegado el momento de patear más culos. Ay...



Quizás haya llegado el momento de apuntar, por si no había quedado muy claro, que Jacobo no había probado el pescado en su vida; que, si hubiera vivido en Holanda, habría depositado sus ahorros en el Rabobank; que le iban las cosas duras y alargadas... Que era más marica que un palomo cojo, en resumen. Aunque tampoco se había atiborrado de carne, para nada. De hecho, el chico estaba todavía tan dentro del armario que veía Narnia y, por consiguiente, se encontraba por estrenar. Era muy duro ser un maestro shaolin de la mirada de reojo y la técnica de relajación para que a la tienda de campaña de sus pantalones no se le conectara el piloto automático. Intentaba mostrar su lado machote —¡ja, ja, ja!— estilo Chuck Norris, pero los resultados recordabans a Elton John haciendo de Rambo en un musical de Broadway y eran igual de creíbles. Y es que no había mucho de donde sacar: bajito, delgadito, con aquellas gafitas de intelectual, bajo aquella mata de pelito oscuro, demasiado fino para que cualquier peinado moderno le quedara decente... Unos cuantos «itos»s en su vida y ya solo le habrían faltado las plumas para hacer de vedette en un music-hall. Aunque, para ser sinceros, de plumas ya tenía un rato largo. Muy bien escondidas, eso sí.

Suspiró una vez más y se deleitó en la contemplación de su primo durante medio segundo extra antes de seguir fingiendo indiferencia. Aquellas semanas iba a ser muy, muy, muy duras. Casi igual de duras que otra cosita localizada al sur de su Ecuador.

Lo que él no sabía era que había otra entidad más en la habitación en idénticas circunstancias. Esta entidad, no obstante, no tenía que molestarse en cultivar la mirada oblicua, pues nadie se iba a dar cuenta aunque les pegase los ojos al culo. Y tampoco tenía que disimular al lanzar suspiros: ya podía soplar como el lobo de los tres cerditos, que ni lo iban a oír ni iba a ser capaz de echar una plumita a volar.

El ser en cuestión, fácil era de adivinar, era el fantasma. Había dejado atrás la fase de babeos metafísicos y había entrado en otra... ¿cómo definirla? No tenía ni la más remota idea. Apenas sabía que allá, en la zona donde antaño se había hallado su estómago, algo que solo podría describir como la representación espiritual de una corriente eléctrica se daba paseitos arriba y abajo, como si una bandada de mariposas etéreas revoloteara a toda pastilla y provocara un tsunami alegórico en esas regiones inferiores que ya no tenía. Sus maquiavélicos planes onanistas se habían ido al traste, sustituidos por otros mucho más ambiciosos y perturbadores.

Contemplaba al objeto de su deseo con el arrobamiento y la devoción con que un Romeo contemplaría a su Mercutio —sí, amigos, lo de Julieta era una miserable tapaderao un Sam a su Frodo Rosita Coto y los trece hijos fueron despecho, puro despecho. Ahora que se fijaba con calma, y a una distancia de tres centímetros, advertía la belleza de aquellas pestañas tan largas, y aquellos ojos oscuros que brillaban más que el ónice, y aquella piel tan perfecta, y ese pelo tan suave que daban ganas de frotárselo por todo el cuerpo si tuviera cuerpo, y... Hasta esos anteojos tan extravagantes son encantadores, pensaba, no me importaría que se los dejara puestos... a cambio de que se quitase todo lo demás.

, el inexistente corazón del fantasma latía de nuevo. Y lo hacía por Jacobo, el pequeño, delgado y frustrado homosexual en vías de desarrollo.



El típico triángulo amoroso vino a establecerse entre aquellos tres personajes: chico conoce chico, chico comienza a salivar por chico, fantasma conoce al primer chico, fantasma ídem de ídem por él, el segundo chico hace menudillos del primero si llega a enterarse de las miradas rasantes que le lanza a su paquete... Una historia igual de vieja que la humanidad.

Bueno, a lo mejor no tanto.

La cuestión era que dos de ellos comenzaron a languidecer a causa de sentimientos no correspondidos. Ambos tenían años de práctica, pero no era lo mismo, claro que no, sufrir por las esquinas bajo el peso de deseos abstractos e intangibles, y hacerlo cuando la causa de tu sinvivir se paseaba ante tus narices con poco más que unos gayumbos o una toalla diminuta —¡quién fuera gayumbos! ¡quién fuera toalla!—, se vestía y se peinaba a toda prisa, no más de hora y media, a lo sumo, y se largaba al pueblo a hacer uso de esas cajas de condones cuyo contenido descendía a velocidad alarmante. Vaya, que si las gomas las hubiesen fabricado con petróleo, los coches habrían tenido que repostar gaseosa.

Y lo peor era llevar la máscara todo el día, pretender que era un tiparraco de mundo, muy viril y muy machote, que sabía de fútbol y que encontraba las vaginas fascinantes. Excepto que, cuando su madre asomaba la cabecita por la puerta y le preguntaba «¿Quieres tu leche con cacao, Jacobín?», Kevin le lanzaba una ojeada desdeñosa que llevaba encerrado todo un discurso homófobo de varias horas de duración, a lo Castro. Castro... y nunca mejor dicho.

Ahora bien, para malos tragos, los que tenía que pasar el fantasma. Porque él se encerraba con Jacobo en el baño siempre que tomaba una ducha o se cambiaba, por supuesto. Tenía cada centímetro cuadrado de su piel estudiado, comentado y anotado, y por ello había visto muy bien lo que el chico tenía entre las piernas. El aullido que soltó, cuando aquel... aquel... aquel ente con identidad propia se desplegó sobre los muslos del organismo que parasitaba, habría matado de envidia a todas las banshees en un radio de dos mil kilómetros a la redonda. El poema de Quevedo habría debido reescribirse para él sustituyendo la nariz por otra cierta parte de la anatomía humana. ¡Santo Cielo! ¿Semejante visión existía de verdad, o los fantasmas también alucinaban pepinillos? Y nótese que la palabra «pepinillo» era al instrumento en cuestión lo que la pared de un excusado a la Gran Muralla China. Ya le gustaba con los pantalones, pero sin ellos...

En resumen: que, mientras el chico suspiraba sin esperanza por los huesitos de su primo, el fantasma lo hacía por los de Jacobo. Por los huesitos, y por lo que no eran los huesitos. Miraban subrepticiamente, y suspiraban; reclinaban la mejilla en la mano, y suspiraban... Con los suspiros combinados de los dos se podría haber generado suficiente energía eólica para alimentar un edificio de treinta viviendas durante dos semanas.

Hasta que la víctima de la intolerancia medieval resolvió que ya iba siendo hora de dejar de suspirar y pasar a hacer otras cosas con la boca.



Jacobo se sentó a su mesa, a trastear con el portátil, en tanto que Kevin se duchaba para salir a mojar el churro en cuanto chocolate se le pusiera por delante. Ya llevaba tres días sin darse una vuelta por el pueblo, cielos, debía tener las gónadas a punto de reventar. Sus padres habían ido a tratar ciertos asuntos de las reparaciones del caserón, con lo que de nuevo se iba a quedar más solo que la una. O eso creía él. Total, que allí estaba, dedicado a su pasatiempo habitual, que era suspirar, cuando una voz extraña a más no poder sonó a sus espaldas.

Ja-cooo-booo...

El interpelado se volvió. Sí, aquel era Kevin, no cabía duda, la toalla apenas le cubría gran cosa. ¿Por qué le hablaba voluntariamente? Y, lo que era más, ¿por qué lo hacía sin pitorrearse de él? Estaba reclinado contra el marco de la puerta, con una pose de lo más... ambigua, con la pierna flexionada y una mano en la cintura. ¿Qle había dado? Oh, qué diablos... Ya que se había dirigido a su humilde persona, tenía una excusa para estudiar esos bíceps bien marcados, esos pectorales perfectos, ese pack-de-seis que habría servido para rallar queso... esa toalla de mierda, cáete, toalla, cáete... esos muslos duros y firmes... Juer, Jacobo, cálmate, capullo, que lo que se te está poniendo duro es otro chisme. A ver, relajación. Piensa en... gatitos difuntos. No, en eso no, mierda...

Jacobo debía ser uno de los pocos tíos a los que rememorar felinos de cuerpo presente no les funcionaba para bajar la hinchazón. Por eso no lo hacía nunca. A nivel subconsciente, ya era bastante malo que se viera a sí mismo como un pervertido. Aceptar que podía ser un pervertido zoo-necrofílico habría sido demasiado para él.

¿Por dónde iba? Ah, sí: tenía delante a Testosteronaman con los mechones de cabello húmedo pegados al cuello, y toda la piel cubierta de gotitas de agua, que daban unas ganas de apagar la sed a lametones... Oh, no, ya estamos otra vez...

Jacobo... qué nombre tan hermoso. Los ojos castaño claro de Kevin se iluminaron mientras se acercaba a su compañero de cuarto, meneando las caderas a lo bestia—. Aunque menos que tus ojos. Espero que no te importe si te retiro los anteojos para verlos mejor, es que, ¡son tan maravillosos! —añadió, tomándose la libertad de hacer tal cual había dicho y dejándolos en la mesa. Y esas pestañas tan largas... y esos labios tan delicados...

El chicarrón semidesnudo acompañó cada alusión a partes corporales con una caricia a la zona en cuestión, propinada por aquellas manos que Jacobo debía haber imaginado sobre su piel... unas quinientas mil veces. Un momento, pensó, un momento, no es que me haya quedado sobado sobre el teclado y esté babeando, ¿no? Este es Kevin de verdad... y estas son las manos de Kevin... y si estiro un poco el dedito tocaré los abdominales de Kevin... y ese bulto debajo de la toalla de Kevin debe ser su p... El joven se puso rígido. No es un sentido localizado que ya lo estaba a mediassino completa, total y absolutamente rígido, desde las puntas de los cabellos hasta los dedos de los pies. Ya estaba, se había vuelto majara perdido. Tantos días suspirando y cascándosela en la ducha hasta dejársela en carne viva no podían traer nada bueno. Porque era imposible que Kevin, el hombretón que causaba estragos entre los genitales femeninos y los distribuidores de anticonceptivos de la zona, estuviera allí de pie, acariciándole la cara, llevando solo una toalla que se estaba remontando como la carpa central de un circo. Ni hablar; o se había vuelto majara, o su madre le había echado droga en el Cola Cao, no cabía otra explicación.

... Y espero que tampoco te importe si te retiro las calzas, es que hay otra cosa que también quiero ver mejor —había seguido hablando aquel Kevin efecto de las setas alucinógenas, tras echar mano al botón de sus pantalones.

Jacobo siguió a las manos en el movimiento hasta su ingle. Vale, perfecto, déjalo hacer, no es más que una alucinación. Que me baje la cremallera imaginaria de mi bragueta onírica y le pegue un tirón a mis calzoncillos etér... ¡AY...LA...HOS...TIA! Hubo de boquear como un pez fuera del agua cuando se posaron en su obelisco a medio erigir. Para ser una alucinación, aquella sensación era muy real. No, y una leche, no podía estar soñando. ¿Cómo le iba a dar de sí el cerebro para imaginarse la cara que estaba poniendo su primo al rodearle el tema con las dos manos? Esa imagen y todo el toqueteo que llevó aparejado envió órdenes bien claras al arquitecto del faraón, y el obelisco se alzó en toda su gloria en menos de un segundo. Menos mal que era un tío listo, porque la cantidad de sangre que hubo de desplazarse a su entrepierna para poner en pie aquello habría bastado para dejar a cualquiera medio gilipollas.

La cara de Jacobo mostraba una curiosísima expresión de estupefacción cachonda. La de Kevin era el vivo retrato del extraviado en el desierto que se topa de bruces con un oasis con palmeras, dátiles y agua fresquita. Y, cual pitorro de botijo, se llevó aquella erección monumental a los labios y empea libar con la sed de quien se ha tirado siete días sin beber. Excepto que no habían sido siete días, sino cerca de siete siglos.

Imaginad setecientos años de sed atrasada.

Imaginad lo que suponía para el desesperado fantasma tal descubrimiento, digno de prender un destello en el ojo de Vlad el Empalador. Evidentemente, no era otro que él quien manejaba los hilos de Kevin. Estaba a dos dedos de lloriquear en agradecimiento a aquel regalo que casi compensaba toda una existencia de privaciones, pero ya dejaría las lágrimas para luego. Se hallaba demasiado ocupado sobando, toqueteando, acariciando y masajeando aquella inconmensurable obra de arte de la biología, como si necesitara cerciorarse bien de la realidad de su presencia; pasando la lengua por toda su longitud que ya era trabajo, desde los suaves testículos hasta la punta rosada, sedosa y húmeda; trazando los relieves del grueso tronco y hundiendo la nariz en la rizada mata de pelo oscuro hasta que le hacía cosquillas; catando su sabor... Y pensar que había gente que perdía el tiempo comiendo, cuando había otras cosas que llevarse a las fauces... Engulló todo lo que pudo de su particular delicatessen. Resbalaba con facilidad dentro de él, porque la boca se le había estado haciendo agua desde hacía un buen rato. El cuerpo que manejaba tenía muchas posibilidades. La mitad de aquella maravilla ya había sido asimilada, con la técnica de una serpiente que, desdeñosa, empujara el costillar a los lados para ventilarse una presa que la doblase en tamaño, y continuaba...

Jacobo estaba también muy ocupado. Su organismo, enfrentado a la más ardua decisión que jamás había debido tomar, vacilaba entre sufrir un ictus cerebral o correrse. Al final eligió la segunda opción, más que nada por no poner en un aprieto al pobre muchacho. Parecía increíble que aún hubiese sitio en el gaznate de Kevin para algo más, estando tan lleno de polla, pero era obvio que, tras poder con el filetazo, se había guardado un huequecito para el sorbete. El homenajeado se sacudió. Le habría encantado hundir los dedos en aquellos mojados cabellos y mantener su cabeza justo en esa postura, pero no le obedecían los brazos. Debía contentarse con asistir al espectáculo como si fuera algo ajeno a sí mismo y, claro, la visión de su escultural primo amorrado a su herramienta no iba a ayudarlo a calmarse ni a perder la rigidez. Al rato, Kevin se desincrustó con un sonoro «¡pop!», lanzó una nueva mirada admirativa, se levantó y se relamió.

La toalla voló a un rincón de la habitación. Tras habérselo imaginado desde todos los ángulos, Jacobo pudo disfrutar de un primer plano de aquel cuerpazo, lanza en ristre. No iba tan sobrado como él, pero qué maravilla, qué belleza, qué... clase de gilipuertas era que no podía ni estirar el brazo y palpar un poco aquello con lo que había estado soñando, día sí, y día también. Aunque, ¿qué estaba haciendo el Apolo del tatuaje tribal? Se... se estaba colocando a horcajadas sobre su regazo, así, con las vergas bien juntitas... y se estaba... se estaba metiendo los dedos en el...

Oh, joderrrrrr...

La mano de Kevin agarró el complejo megalítico que se alzaba entre ellos y le propinó algún que otro meneo, en tanto que la otra proseguía sus ejercicios de estiramiento. Era imposible que a su primo se le pusiera más pétrea. El siguiente estadio de dureza habría debido de ser el del diamante y esas cosas solo les pasaban a los superhéroes. Había tenido un éxito notable con el truco de desaparición realizado con la boca. ¿Qué tal se le daría en otra parte? Pronto lo comprobaría, pues el joven alzó las caderas, apuntó y se empaló al más puro estilo tepesiano, mostrando una expresión de dolor y gozo tan deliciosamente sensual que Jacobo tuvo que concentrarse y pensar en auténticas barbaridades para no volver a correrse.

¿Cuál debía ser una duración decente para un polvo? ¿Treinta segundos estaba bien? Hasta hacía cinco había sido virgen y no tenía nada de experiencia. ¿Cómo pretendían que se contuviera, con aquel paradigma del erotismo masculino encajado alrededor de él, con la espalda arqueada y las manos en sus rodillas, subiendo y bajando muy, muy despacio y plantándole el rabo en la cara? Ni gatos, ni qué niño muerto... Eso no había quien lo aguantara.

Tuvo suerte de que el fantasma perteneciera a la misma escuela de pensamiento que él en cuanto a celeridad orgásmica. Mientras Jacobo daba rienda suelta a sus ímpetus por segunda vez, Kevin hacía lo propio con los suyos, acertando de lleno a su primo en pleno rostro. Y el gemido que dejó escapar... y aquel hilillo de saliva que se le escurría de los labios...

Ay. Madre. Mía.

Se me ha vuelto a poner dura...



Mucho, mucho más tarde, Jacobo se durmió en su camita. Aunque estaba exhausto, tenía una sonrisa de gilipollas en la cara que era cosa de verla para creerla. En cuanto al fantasma titiritero, se encaminó a la ducha, se metió en ella, se colocó debajo de un chorro de agua caliente... y liberó a su marioneta. El esfuerzo había sido titánico y no sabía cuánto tiempo precisaría para recargar sus sobrenaturales pilas. Kevin tuvo que agarrarse a las paredes para no caerse cuan largo era. ¿Qué narices...? Procedió a recapitular. Él se disponía a pegarse un duchazo y a salir de caza, ¿verdad?, de muy buen humor y fresco como una rosa. Bueno, seguía de buen humor, eso no podía negarlo, pero, ¿por qué estaba tan bajo, tan rematadamente bajo de energías? Y esa lasitud tan preocupante de Kevin junior... Y ese dolor tan extraño en el ojete... Se llevó una mano a la zona afectada. ¡Ouch! Coño, ¿acababa de hacerse el Tour de Francia y no se había dado ni cuenta, o qué?

Algo cálido y resbaladizo se deslizó entre sus muslos.

Si Kevin hubiera abierto más los ojos, se habría tenido que buscar los globos oculares, a tientas, por el suelo de la bañera.



A la mañana siguiente, lo primero que hizo Jacobo fue tratar de localizar a su compañero de cuarto con la vista, pero no estaba allí. Muy raro, considerando lo intensa que había sido su jornada anterior. No llegó hasta muy avanzada la noche, cuando ya se había acostado. Andaba con mucho tiento, cosa rara en él, que por lo general se movía con la sutileza de un rinoceronte con dolor de muelas. Si lo que deseaba con eso era no despertar a su primo se podría haber ahorrado las molestias porque, en cuanto se metió en el catre, Jacobo encendió la luz, se acercó, se inclinó sobre él y le susurró, con la más beatífica de las sonrisas:

Hola, semental. ¿Estamos tímidos? No hay por qué, solo quería decirte que eres el tío más increíble del mundo, que estoy loco por tus huesos y que aquí me tienes, dispuesto a ser tu esclavo sexual. Siempre y cuando te resulte cómodo usar esta parte tuya tan enloquecedoramente sexy, claro.

Y, diciendo estas últimas palabras, le puso la mano en el trasero a través de las sábanas. Fue una lástima para el pobre no poder echar un vistazo a la cara de su primo antes de hacerlo, se habría ahorrado un disgusto; un disgusto, y un puñetazo de orangután cabreado que por poco no le hunde la nariz en la pared trasera de su cráneo. Lo que sí hizo fue echarlo a volar por la habitación y aplastarlo contra la pared como una piel de plátano.

Eh, tú, mariconazo le espetó Kevin, con furia, si vuelves a tocarme el culo hago que te tragues tus propios dientes después de haberlos cagado. Es que... es que te corto en pedazos y se los doy a comer a los cerdos, ¿me oyes? Ya notaba yo que aquí se resbalaba en el aceite, con las pintas de trucha que te gastas. A mí no vuelvas a acercarte, ¿lo pillas? Y esta noche te vas a dormir al pasillo, o a la puta calle, si no quieres que te meta otra vez.

Jacobo se acomodó en una de las viejas y polvorientas habitaciones. Decir que estaba anonadado era poco: si le hubieran pinchado, no habría salido ni una gota de sangre. Si un vampiro hubiera acertado a pasar por ahí, ya habría podido intentar morder, ya. Habría sacado más sustancia de un trozo de cartulina.



Los siguientes días fueron la mar de entretenidos, jugando al «que te pillo» reverso con su primo. No entendía qué había hecho mal. ¿Habría infringido alguna ley gay no escrita? ¿Lo había hecho correrse trece veces y tendría que haber llegado a catorce para conjurar la mala suerte? ¿Le olía mal el aliento? Porque no podían ser imaginaciones suyas, no, lo de Kevin había sido blanco y en botella. ¡Si todo lo que había hecho él era ponerse debajo! ¡Si no había tenido narices de moverse, cuernos! ¿Y entonces?

No había una maldita cosa que pudiera hacer, salvo volver a suspirar. Aún le dolía el careto del guantazo brutal que le había arreado aquel bestia. Le había tenido que decir a su madre que se había pegado un josconcio contra una puerta. ¡Contra un muro de cemento armado, más bien!

Fue por eso que, al entrar aquella noche en el dormitorio tras la ducha, envuelto en ese albornoz blanco tan esponjosito con el que su madre le decía que parecía un diente de león, se quedó a cuadros cuando Kevin exclamó:

¡Qué cosita tan esponjosa! ¡Pareces un diente de león!

Miró a su alrededor, no fuera a ser que por una casualidad cósmica hubiese una tía a sus espaldas llevando un albornoz igual que el suyo. Pues no, allí solo estaba él.

Rayos.

Oye, Kevin, no hace falta que te pitorrees, ¿vale? Es evidente que no supe leer las señales, pero ya me he mantenido... ¿Qhaces?

El machote de los pedruscos en las orejas se había quitado la camiseta de un tirón y estaba haciendo lo mismo con sus pantalones y sus calzoncillos a velocidad supersónica. Y cuando Jacobo volvió a vérselo así, con su traje de recién nacido, con una erección de caballo bajo aquel vello castaño tan seductor, el que se puso burro fue él.

Veeen, Jacobo. El aludido tragó saliva. El bocado de Adán le subió y bajó como un ascensor de esos exteriores, aunque no se movió—. Ven aquí, anda.

Al chico no lo iba a desclavar del sitio ni un tronco de perros siberianos, así que Kevin se desplazó a su cama, se puso a cuatro patas sobre ella y gateó hasta el borde cual minino juguetón. Desde allí ya alcanzaba a agarrar el suave tejido blanco y hacer que se le abriera el cinturón. No llevaba nada debajo; solo él y su ariete descomunal, en carne, hueso y perfume de jabón de baño.

Hmmm, qué bien hueles —canturreó, soñador, mientras acercaba a su primo poco a poco. Más le valía tener cuidado, no fuera a ser que aquel arma de asedio le saltara un ojo—. Échate conmigo, vamos.

Eh... Kevin... uh... ¿Tienes... tienes algún tipo de problema raro, o es que así os divertís en tu pueblo, o te mandan para castigarme por mis pecados de otra vida, o...?

Jacobo. —El joven ya se había tendido sobre la espalda, y su primo se encontró, como quien dice, muy inclinado sobre él, con el badajo de la campana mayor de la catedral señalando, acusador, hacia su pecho—. Fóllame.

Al tenerlo así, espatarrado y en bolas, solicitando que le practicara el coito en términos inequívocos, ¿cómo esperaba que pudiera negarse? No era de piedra. No lo era en su mayor parte, en aquel momento. ¿Y era adecuado usar la palabra «coito» entre tíos? ¿Y a quién cojones le importaba? Lo tenía agarrado por las pelotas... literalmente. Se las estaba acariciando con un arte amatorio que habría hecho amarillear de envidia a una hetaira consumada. Y tras colocar las bolas en posición, venía la parte de practicar el swing con el palo. Oh, joder, que parara... que parara de tocar la zambomba o no tardaría nada en recibir el primer disparo...

Fóllame yaaa...

Ah... ya... ya voy, si... si empiezas por soltármela, igual puedo arreglármelas para meterla en...

Le soltó la cacharra, separó y alzó los muslos, le rodeó los hombros con sus musculosos brazacos y lo taladró con la mirada, y aquellos ojos destilaban una lujuria... una lujuria tan pura que se podría haber embotellado y usado para alimentar la pasión sexual de un poblado de cuáqueros durante varios lustros. ¿Y Jacobo creía que estaba cachondo? Pues después de eso, la minga se le debía haber puesto en Defcon 0,5. Más le valía pensar en monjas desnudas de noventa y cinco años porque ya casi no había vuelta atrás, y todavía tenía que apuntar el misil, atravesar el túnel de lanzamiento y aguantar el tipo durante un rato.

Ay, la leche.

Qué arduo era el amor.



Y a la mañana siguiente...

Kevin aún estaba sentado de medio lado en la cama, con los ojos como platos y una palidez cadavérica en el rostro. Jacobo abrió uno de los suyos y se le acercó, preocupado. Su primo rebotó cuando lo vio tan cerca.

Kevin, ¿te encuentras bien? Vale que la vorágine de ayer se nos fue un poco de las manos, pero en mi defensa tengo que decir que estabas pasándotelo de miedo. —Movió la mano para colocársela en el hombro. Y eso que, al final, ya no nos salía más que aguachir...

El mamporro fue más llevadero en esa ocasión. Lo malo vino después, cuando lo volvió a levantar y le encajó un rodillazo en los testículos que confirmó al chaval que los viajes espaciales eran posibles, porque estaba viendo miles de estrellas. Mientras se retorcía en el suelo, hecho un amasijo de pura agonía, Kevin tartamudeó con voz ligeramente aflautada:

¡Que te he dicho que no me toques, locaza, soplanucas... al agotar su repertorio de sinónimos, recurrió a lo clásicomaricón! ¡Que te parto todos los huesos! ¡Que te corto en pedazos y se los echo de comer a los cerdos! ¡Que... que estoy muy loco! ¿Eh?

No precisós amenazas. Jacobo reunió sus cosas y se mudó a otro cuarto, y allí se quedó. Había oído hablar de la incapacidad de aceptar la homosexualidad latente, pero aquello ya era demasiado... por no hablar de que casi le había cascado los huevos, después del ahínco que había puesto en vaciárselos. No, ni hablar. Nunca más.

Por eso, el día que Kevin se coló en el baño cuando estaba a punto de darse una ducha y empezó a hablarle de nuevo con esa vocecita de Lolita de ochenta kilos, por poco no chilló. Al abalanzarse hacia la puerta, desesperado, el loco que estaba para mojar pan le cortó el paso, se le colgó de una pierna, hundió la cara en su paquete... y se lo rechupeteó por encima del bóxer hasta que la tela se le pegó al pene. ¿Qué coño, al pene? ¡A la tranca! Y cuando se juntaron bajo la ducha un par de minutos más tarde, los dos en bolas, húmedos, resbaladizos y tan calentorros que no se sabía si el vapor que subía hasta el techo salía del agua o de sus coronillas, ¿qué iba a hacer? Kevin se había dado la vuelta y sus nalgas prietas, en un sinuoso deslizar arriba y abajo, aprisionaron su vara mágica. Si en uno de los vaivenes la vara se adentraba a iluminar la caverna, a ver si había Balrogs, ¿podía ser culpa suya? Joder, si casi lo estaba asaltando.

Casi.



Por si las moscas, al otro día Jacobo no le dirigió la palabra a Kevin, porque la cara de su primo era todo un poema. Y el dato de que no se había sentado para tomarse el café era muy revelador... Sí, mejor mantener las distancias. stima que le salió el tiro por la culata. Mister Ropaprieta lo acorraló más tarde en su nuevo cuarto, lo lanzó al piso con los dientes por delante y comenzó a patearlo a conciencia.

¿Tú eres subnormal, o qué, puto de mierda? —gritó, su voz una octava por encima de lo habitual— ¡Te dije que no me tocaras! ¡Tú...! ¡Tú...! ¡Tú me has estado drogando, cabrón! ¡Tú has estado echándome cristal en la Coca-Cola! ¡Yo te mato! ¡Yo te hago cachitos! ¡Y se los doy a comer a los cerdos!

Las voces de sus madres llamándolos para que dejaran de palparse el escroto y ayudaran a mover unos muebles salvaron la vida al chico. Una vida que, todo fuera dicho, ya no sabía si merecía la pena, porque estaba volviéndose completamente loco.



Un par de días más tarde, Jacobo se hallaba enroscadito sobre su cama, temblando bajo las sábanas. Abrió un ojo, incómodo e incapaz de dormir. Debía ser el peso de los acontecimientos, aposentado sobre su conciencia.

Pues no... El peso no era precisamente sobre su conciencia, sino más bien bajo la cintura. Y lo que le estaba constriñendo las castañuelas no tenía pinta de ser «acontecimientos». Aterrado, levantó la sábana. Ese bulto enorme empeñado en hacerle una mamada subrepticia en mitad de la noche no podía ser otro que Kevin. Jacobo berreó, aunque no tardó en taparse la boca con la mano. Encendió la luz, miró al sur, aterrado, y empujó a su primo con la intención de lanzarlo fuera, como si fuera una serpiente o un escorpión.

¡Quita, bicho! ¡Déjame! —ordenó, pegándose al cabecero—. ¡Fuera de aquí! ¡Estás como una cabra! ¡Fuera, o chillo!

Jacobo, yo... —dijo el otro joven, con voz plañidera— yo te quiero muuucho...

Era el colmo. Aquello era llevar la bipolaridad a extremos nunca explorados por el ser humano. Su foto debería venir en los manuales de física, junto con la de Tesla. Y en los de psiquiatría; también junto a la de Tesla.

¡Escucha, Kevin, yo no seré un machote como tú, vale, pero por lo menos soy... consecuente con mis actos! ¡Y no me arrastro ante nadie para que me la meta una docena de veces y luego le pateo los hígados para defender mi virilidad perdida! Me... me gustas, desde el principio me has gustado. Ahora bien, quisiera llegar a viejo con las caderas que traje de serie, y no con unos implantes, así que búscate a otro para martirizar. Yo, con todo el dolor de mi corazón, paso.

Su compañero lo miró con ojitos de cordero degollado. Luego bajó la vista y juntó las yemas de los dedos índices, algo ruborizado.

Jacobo, tengo que confesarte una cosita...



Fueron unas horas muy largas, porque al joven aún le quedaba suficiente sentido común para no aceptar así, de buenas a primeras, que un fantasma había tomado posesión del cuerpo de su primo y lo había estado usando de marioneta de guante y con eso hacían dos los que lo habían usado de guante, ja, ja, ja—. Aquello se pasaba de surrealista. Lo que sí hizo fue conectar la cámara de su portátil y grabar toda la conversación. Deseaba tener pruebas cuando, más tarde, le suplicara por su vida al gemelo malvado de Kevin.

Para ser sinceros, no era que la historia no tuviera sentido. No habían hablado mucho desde que se conocieron, mas de una cosa estaba bien seguro: que lo que lo atraía de él no era su brillante capacidad intelectual. Y aquel Kevin era un tipo culto y refinado. Y, bueno, tampoco había conversado con él hasta entonces, en esencia porque ambos solían tener la boca llena todo el rato, pero la manera en que hablaba... Y sabía cosas, cosas de las que alguien como don Miramisbíceps no podía tener ni idea.

... Alarico, Ataúlfo, Sigerico, Walia, Teodorico, Turismundo...

Vale, vale, vale, te sabes los reyes visigodos. Estoy flipando.

Sí, había que aceptar la evidencia: si no lo había poseído un fantasma, al menos estaba como para que tuvieran que llamar al padre Merrin.

Supongamos por un momento (y no digo que te crea)... Supongamos por un momento que eres un alma en pena, que moriste encerrado en este caserón el año 1357 y que estás atrapado, por los siglos de los siglos, dentro de sus muros. ¿Cómo se supone que te llamas?

Romualdo.

Romualdo. Ya. —Jacobo se pasó la lengua por los labios resecos—. Mira, Romualdo, que uses así a Kevin no está nada bien. No me interpretes mal, me... me agrada mucho tu compañía, dónde va a parar, pero él no se troncha con lo que haces... lo que hacemos con su cuerpo. Ya debes haberte percatado, a estas alturas.

Jacobo —gimoteó la marioneta, ¿a qué otra cosa puedo aspirar? ¿Sabes lo que es esta tortura eterna de tedio y soledad? Y cuando encuentro una vía de... expresarme, y una persona que me gusta de verdad, ¿cómo puedes pretender que renuncie a ello? Si los dos disfrutamos así, ¿por qué deberíamos dejar de hacerlo?

Porque es... Porque es... al chaval le costaba un mundo resignarsemoralmente reprochable. Además, al final mi primo me va a matar. Si tu plan es que seamos dos ahí, flotando en el éter, lo vas a conseguir bien pronto.

¡No! ¡Claro que no! —se alarmó un compungido Romualdo—. No sería capaz de desearte algo así.

¿No podrías... yo qué sé... trascender a otro plano de existencia? ¿Caminar hacia la luz? Subir al cielo, vamos, o lo que sea que hacen los fantasmas.

Nunca he visto ninguna luz, ni he sabido cómo hacer eso otro que has dicho. Estaré prisionero en estos muros para siempre, sin un cuerpo y sin ninguna posibilidad de ser feliz.

Una lagrimilla asomó por aquellos ojos claros. Si necesitaba más pruebas de que eso no era su primo... Jacobo sintió que su corazón se reblandecía.

Calma, calma, ea, ea... —Abrazó a Kevin-Romualdo y le palmeó la espalda—. Ya verás cómo discurrimos una forma de ayudarte, tú déjame a mí.

Lo dices para que me calle. Nuevos sollozos.

Que nooo... Lo digo en serio, muy en serio.

¿Y cómo...? —Sorbió—. ¿Ymo vas a hacerlo?

Pues igual que tú averiguaste cómo meterte en el cuerpo de Kevin. El fantasma lo miró sin comprender—. Internet.

Su falso primo se secó dos lagrimones gigantes. Aún sorbía por la nariz, pero estabas calmado.

¿Y si... y si no funciona?

Funcionará, te doy mi palabra. En la Wikipedia viene todo.

Oye, Jacobo...

¿Sí?

Por si acaso, y por si tu idea surte efecto y no tengo muchas oportunidades de despedirme, ¿no podríamos, esta noche, tú y yo...?

Sus dedos juguetearon con la cintura del pantalón del pijama de su compañero, quien volvió a pasarse la lengua por los labios, completamente partido en dos.

De... de acuerdo... ¡pero solo una vez! Dos, a lo sumo... ¡Bueno, tres! ¡Y ni una más!

El cuerpo de Kevin sonrió.




***





Su primo se portó de manera racional y sensible, considerando las circunstancias. Para empezar, contuvo las ganas de matarlo. Luego visionó toda la grabación de la conversación con el fantasma que habitaba su cuerpo a ratos y se fue poniendo más y más pálido, como si estuviera considerando pasarse a la tribu gótica. Lástima que Jacobo no la paró a tiempo y presenció el comienzo de la mutua metida de mano que ambos protagonizaron. Nuevo intento de asesinato, nueva acusación de drogarle hasta la pasta de dientes...

El pobre Kevin estaba muy confuso. ¿Cómo era el chiste de la orgía? «Organización, que somos dos tíos y quince tías y a mí ya me han dado cuatro veces por el culo». Pues a él no le habían dado cuatro veces: ¡se las habían dado todas! ¡Y sin comerlo ni beberlo! ¡Y más le valía al mundo no hacer chistecitos con esa frase, o se liaría a hostias!

Jacobo sí que investigó en Internet. Averiguó que la solución más propicia, si bien la más drástica, era quemar la casa hasta los cimientos para que desaparecieran las cadenas que ataban al espectro y pudiese hacer transición a la otra vida. Algo le decía que a su padre y al primo de este no les iba a hacer mucha gracia la jugada, así que se conformó con perpetrarla en la habitación donde el pobre Romualdo había exhalado su último suspiro corpóreo. No contenía nada de valor, y pensaba que los riesgos serían controlables. Kevin le advirtió que más le valía que aquello funcionara porque, si no, el que ardería sería él. Y después los cachos. Y los cerdos.




                                                                                  ***





Transcurrió una semana y media de calma. Su plan purificador parecía haber funcionado, y se las habían arreglado para no arrasar el caserón. Jacobo se sentía raro. Por un lado, estaba satisfecho, aquel pobre fantasma se había merecido un descanso. Por otro lado...

Kevin no se había molestado en mirarlo ni media vez. Pretendía que había dejado de existir, que él también se hubiera quemado en el mini-incendio. Hacía días que no suspiraba, pero...

Mierda.

Suspiró.

La puerta de su habitación se abrió, sin previo aviso. E igualmente sin anunciar, Kevin se autoinvitó a pasar, la cerró tras de sí y caminó con la gracilidad de un potranco hasta la silla donde se sentaba su primo. Eso sí que no se lo esperaba. ¿Se había estado ahorrando los puñetazos y venía a abonarle el saldo de su cuenta todo junto, intereses incluidos? ¿Quería matarlo para no dejar testigos de que había practicado sexo anal en posición de cabeza? No se le ocurría qué otra cosa... Entonces Kevin se quitó la camiseta, le pegó un tirón a su silla con él incluido y se sentó a horcajadas.

Ay. Madre. Del. Amor. Hermoso.

Es... escucha, Romualdo, no... no puedes seguir haciendo esto. Yo... lamento que mi plan fallase. Estaba convencido de que había tenido éxito...

Escucha tú, capullo —lo interrumpió su jinete—. Ahora nos vamos a ir a la cama y tú no vas a decir ni una palabra. Y si se te ocurre mencionar ese nombre mientras follamos...

Jacobo habría llorado de alivio y de gratitud.

... Ya lo sé, ya lo sé: me cortarás en pedazos y me echarás a los cerdos.

No. —Kevin le colocó la mano en el paquetazo y se lo magreó a base de bien. Masticaré yo mismo los pedazos, empezando por el rabo. Aunque me lleve un día entero terminármelo, luego seguiré con el resto.

No podía creerse que un comentario así hubiese salido de aquella prístina materia gris. Algo del fantasma debía de haberse quedado atrás, a nivel molecular. Demonios, ¿qué importaba? Jacobo sonrió de oreja a oreja. Tanto, que casi se le desprendió la parte superior de la cabeza.



Gracias, Romualdo...