2016/03/14

UN MANTO DE LUCIÉRNAGAS: Tercera parte (final)

 
 


 

Un negro más intenso sobre el resto de la negrura...

En cuanto abrí los ojos, en dolor más insoportable me golpeó desde los tobillos hasta las sienes. El siguiente sentido que se me activó fue el del oído, estimulado por mis propios gemidos. Sonaban con un eco extraño, y no sé si fue un primitivo instinto de conservación, pero recuerdo que callé, respiré hondo y reuní fuerzas para investigar con calma dónde estaba, cómo había llegado hasta allí y cuál era el alcance de los daños. Palpé mi abrigo en busca de una linterna led y la encendí. La luz me cegó por un instante al rebotar en el hielo blanco y luego me mostró franjas azules, un repecho a medias rematado por una roca y una hendidura que se oscurecía y estrechaba. Hasta donde sabía, habíamos caído en una grieta en el glaciar. Orienté la linterna hacia arriba y observé, a tres metros de altura, los bordes camuflados con una fina capa de escarcha agujereada que confirmaron mis sospechas. Un guía experto —y Kristiansen lo era— habría detectado la depresión en el terreno a pesar de la falsa cubierta; entonces, ¿qué había ocurrido? Y, lo más importante, ¿estaba solo? Moví de nuevo el haz hacia lo más profundo. Desde allá no llegaba a distinguir gran cosa, salvo nieve y rocas y... Un objeto estrecho y alargado —quizá uno de los esquís de la moto— resaltó en las sombras. Mi búsqueda de un ángulo mejor desembocó en otro latigazo doloroso, así que me inmovilicé y llamé:

¿Kristiansen? ¿Jensen?

Repetí los nombres en voz alta, temeroso de que el eco empeorase la situación, pero no obtuve respuesta. Mi reloj inteligente hacía tiempo que se había sumido en la estupidez más absoluta; rebusqué entonces entre mis ropas y en el suelo, esperando localizar un móvil o un comunicador que, por supuesto, no estaban allí. Por último, decidí evaluar el alcance de los daños físicos. Aparte de recibir un golpe en la cabeza, me había dislocado un hombro, y el estado de mi tobillo derecho indicaba que estaba roto. La rodilla chafada a juego era lo de menos. Dado que no contaba con medios para entablillarlo, me incorporé con un grito ahogado y me coloqué la pierna en la posición más cómoda que mi hombro me permitió. Sentado en un repecho de hielo, con una pared de tres metros de altura a mi espalda y una caída todavía más profunda frente a mí, la vida ya no se me figuraba tan sencilla.

¡Jensen, Kristiansen! ¡Respondan, por favor! ¡Respondan!

El silencio me hizo temerme lo peor. Y, aunque digo silencio, recuerdo con claridad que mis llamadas resonantes, el ulular del viento y el golpeteo de mi corazón me parecieron más ominosos que la calma. Si ellos estaban abajo, inconscientes o muertos, mis esperanzas descansaban en que el GPS funcionara milagrosamente o en que nos echasen rápido en falta en Qaanaaq, o bien en Aappaluarpoq. Pensé en Sylvian, preocupado, alertando a la comunidad, organizando una partida de búsqueda. Sylvian... Él no me dejaría tirado, lo sabía, y la calidez del sentimiento tardó muy poco en convertirse en inquietud al visualizar las locuras que podría cometer.

Sylvian, envía a alguien pero no se te ocurra salir del asentamiento, ¿me oyes? ¡Que yo no me entere!

Al rato medité sobre lo rápido que se escapaba la cordura en una situación límite. Si ya hablaba solo, ¿qué no haría dentro de diez, veinte, cuarenta horas? ¿Resistiría tanto? No tardé en comprender lo poco que eso importaba. Cualquier ruido era mejor que el silencio ártico y, si tenía que hablar conmigo mismo para remediarlo, que así fuese. La sensación helada de varios copos de nieve aterrizando en mi cara me arrancó nuevos estremecimientos y más gruñidos de incomodidad. La tempestad se había desatado en el cielo.






Aunque no soy lo que se dice un hombre de acción, la perspectiva de pasarme horas y horas sentado sobre mi culo gélido y temblando de frío no me resultaba nada apetecible. Tal vez, reflexionaba, debía contribuir a ganarme mi propia buena suerte y abandonar la grieta, si bien no se me ocurría cómo trepar por el hielo con una pierna y un brazo inútiles, cuando ponerme de pie ya era una odisea. Al dejarme caer contra la pared —con cautela, para no comprometer la estabilidad del repecho— comprobé que los latigazos del hombro habían perdido intensidad. Eso era una buena noticia, pues debía significar que la articulación no había llegado a desencajarse y el malestar se debía meramente al golpe. Alcé el brazo hasta el pecho sin desmayarme de dolor; hasta ahí, todo bien. Luego probé a apoyar la otra parte de mi problema y ya no fui tan suertudo. «Pelearé por no desmayarme si he de trepar así, es cuanto voy a prometer», me dije antes de examinar la pared que desembocaba en la superficie. Para mi grata sorpresa, no era recta, sino que tenía una suavísima pendiente. En cuanto al hielo, no le faltaban cavidades para sujetarse, y llevaba en el bolsillo una caja de metal que podría usar para escarbar. Mi primera tentativa trepadora me hizo ver estrellas, galaxias y hasta chorros relativistas de agujeros negros supermasivos al posar el pie malo. Caí de espaldas, a un palmo de la roca que remataba mi triste plataforma.

Estoicismo, Vestergaard, no lloriquees al primer contratiempo —escupí, entre dientes, en medio de la maniobra para volver a enderezarme—. No está tan alto, son... menos de quince pies de nieve blanca.

Pensar en la canción que Sylvian y yo habíamos hecho nuestra me infundió energía. Mis dedos hurgaron entre los resquicios de hielo secular, aupándome otra vez para estar ciento noventa y dos centímetros más cerca de mi objetivo. Canté tan alto como me atreví.




Raise your hands up to the sky!

Raise your hands up to the sky!

Raise your hands up to the skyyy!




Canté para darme ánimos, para que Jensen y Kristiansen despertaran, para que Sylvian, no sabía de qué manera, me escuchase sobre la tormenta. La adrenalina hizo bien su trabajo, considerando que me las arreglé para escalar un par de pasos ignorando la tortura que me causaba el tobillo.

No sé si habría tenido los redaños de seguir hasta arriba. Supongo que no; me resbalaban las manos —mis manos elevadas hacia el cielo— y casi deliraba, y era una cuestión de segundos que cediesen. Dejando aparte las hipótesis, la auténtica razón de mi nueva caída fue el nerviosismo que me provocó el haz vacilante de mi linterna. Las pilas se agotaban, lo que significaba que me iba a quedar en la más completa oscuridad.

El martirio de la pierna me dejó hecho un ovillo en el suelo durante no supe cuánto tiempo. ¿Quién sabía las horas que llevaba ahí? Estaba agotado y aterido, y lo único que el cuerpo me pedía —dormir, dormir y dormir— era lo último que debía hacer, dado el riesgo de congelación. La batalla por mantener los ojos abiertos fue lo más agónico a lo que hube de enfrentarme hasta entonces.

Lo siento, Sylvian, lo siento, tú tenías razón. Debí hacerte caso, soy un imbécil —mascullaba—. Debí quedarme contigo en casa, y así te habría ahorrado el mal trago de saber cómo me encontraron hecho un témpano. Te habría hecho la cena, habríamos bebido algo para entrar en calor y a lo mejor... a lo mejor me habría atrevido a decirte que te... que te...

La linterna se apagó. Desde arriba nada más que me llegaban el aullido del viento y algunos proyectiles de nieve con puntería. Estaba a oscuras, herido, solo.

Fue en ese preciso instante cuando la vi.

Un punto brillante desafiaba al viento y descendía con lentitud a través de la grieta. Al principio lo tomé por una ilusión óptica, o un copo que reflejase algún destello de quién sabía la fuente. No obstante, cuanto más lo contemplaba, más me sacudía el aturdimiento y me empapaba en la comprensión de su significado. Estaba ante un bailarín luminoso, una luz guía. Por mucho que fuese un científico y negase las supersticiones y los fenómenos paranormales, había caído en la alucinación colectiva.

Mi necesidad de racionalizar me llevó a pensar que era un delirio. Después de todo, estaba herido y al borde de la hipotermia, y todas aquellas historias habían debido calar en mí. Extrañamente, la sensatez de la idea me relajó, aun cuando significase peligro de muerte. «Mi cordura está a salvo», proclamé mientras el punto se me acercaba. «No eres más que el producto de mis desvaríos, o un fosfeno, o quizá un...». Dejé de burlarme cuando lo tuve cerca. Dejé de respirar un par de segundos, lo confieso, porque sus detalles —el cuerpecillo oscuro, el abdomen alargado, las antenas sobre los ojos negros— me confirmaron lo que llevaba semanas negando: que había luciérnagas en el invierno ártico; que había una, al menos, y estaba conmigo. O en mi imaginación.

Un profundo temor atávico —a la enfermedad, a lo desconocido— me sacudió de arriba abajo. Ni apretar los párpados y volver a abrirlos, ni dar manotazos, ni arrojarle un puñado de nieve consiguieron que se esfumara. Por más que me pegase a la pared, siempre acortaba la distancia. Hasta consiguió que mi corazón bombease con más brío durante unos instantes, aportándome una chispa de vigor que no iba a despreciar en aquellas circunstancias. Finalmente, me rendí y acepté la situación, fuera cual fuese, con filosofía.

Hola, delirio en extremo realista. —Ya que había alcanzado ese estado, bien podía usarla como excusa para no hablar conmigo mismo—. ¿Vienes a anunciar que voy a palmarla o vas a sacarme de aquí? Me gustaría que lo hicieses, ya lo creo. Sylvian tendría más material para sus artículos y a mí no me importaría ser el blanco de sus «te lo dije» durante el resto de mi vida. Se rumorea que se te da bien hacer de guía, ¿no? El problema —señalé mi tobillo roto— es que no me encuentro en las mejores condiciones para seguirte, qué más quisiera yo. Con todo mi agradecimiento por tu visita, he de quedarme donde estoy.

El insecto siguió revoloteando frente a mi cara, con ocasionales subidas y bajadas. Yo no hacía más que mirarlo, fascinado. ¿Quién habría de decirme que mi primera luciérnaga en directo se me presentaría en Groenlandia? Era perfecta, hermosa, un pequeño alivio en medio de lo desesperado de mi situación. Me ayudó a entender por qué todos aquellos extraviados habían recibido consuelo de ella, ya fuese real o no.

Sé que no estás realmente ahí y, sin embargo... —El animalito se aventuró a posarse en un pliegue de mi abrigo. Parecía que me estudiase igual que yo lo estudiaba a él—. Vaya, noto un poco de calor que emana de ti, ¿será posible? Oh, no... Oh, no, eso tiene que ser la hipotermia, dicen que te sucede cuando estás a un paso de congelarte. Y es lo que me espera, si lo pienso. Ni tengo mantas ni puedo trepar con la pierna así, y, aunque pudiese, fuera no hay más que una tempestad y temperaturas aún más bajas. Y, ¿hacia dónde me arrastraría? Por otra parte, el GPS debe estar hecho migas o desconectado, dudo que les sirva para dar con nosotros. Debería... despedirme, ahora que aún me rige el cerebro, excepto que ni siquiera me he traído un maldito lápiz ni me salen palabras convincentes para explicar lo mucho que lamento...

La voz se me quebró. No quería morir, no quería abandonarlo. Sylvian... «No voy a rendirme sin pelea, ya lo verás», le hice saber antes de emprender un vigoroso frotamiento de mis brazos y piernas, con la vana esperanza de insuflarles algo de vida. El centinela luminoso, por su parte, no se apartó de mi lado durante la rabieta. Seguí de soslayo su estela de claridad, tan intensa y rápida que daba la impresión de multiplicarse..., hasta que alcé la vista de nuevo y comprobé, desconcertado, que una segunda luciérnaga se había unido a la primera en su puesto de vigilancia.

Esto es una novedad. Sylvian me dijo que los testigos siempre hablaban de una luz, y yo veo dos. ¿La hipotermia te hace ver doble? ¿O es mi caso de deceso inminente lo que me concede visitas por duplicado? Oídme, soy un pedante. En serio, pequeñajas, ¿cómo habéis atravesado la tormenta? ¿Cómo...?

Extendí un dedo y una de ellas se encaramó en el extremo. No eran imaginaciones mías, no: el ser irradiaba calor, lo sentía a través del mitón. Me la acerqué al rostro despacio, para no asustarla. Ella se limitó a quedarse muy quieta, y... Sé que sonará estúpido, pero tuve la corazonada de que los dos nos miramos directamente a los ojos. Un hormigueo intenso me bajó por el estómago hasta las piernas. Aunque me habría gustado pensar que era un arranque sentimental, sabía que era el preludio de una muerte helada. Y de más ensoñaciones, cuando vi flotar otras tres luciérnagas entre la nieve. Todas aterrizaron en partes de mi anatomía salvo una, que subió, bajó, alumbró hendiduras para trepar en la pared, dio vueltas en torno a borde superior de la grieta... Lo que habría hecho un perro de querer que lo siguiesen, discurrí con cierta dosis de humor.

Buena chica (o chico, supongo, ya que sabes usar esas alas tuyas). Mira, no puedo trepar, en serio que me he esforzado. ¿Sabes qué sería gracioso? Que salieses a menear el trasero de tanto en tanto y me sirvieses de faro, y así cualquier rescatador nos vería en la distancia. Causaríamos sensación. —El animal ascendió y abandonó mi campo visual—. ¡Eh, no te vayas, bromeaba, hace mucho frío afuera! Hace mucho frío y te congelarás, igual que yo, y no... no quiero quedarme solo. Nos congelaremos, ¿verdad?

Ignoro si regresó. No supe distinguirlo entre la docena de nuevos bailarines luminosos que colonizaron mi cara, mi pecho, mis piernas, que se colaron por el borde de mi abrigo. Sentí que me envolvía un capullo protector y que yo me convertía en alguna especie de crisálida de luz ardiente. «En fin», resolví, «si deliro es mejor dejarse llevar por este sueño tan cautivador antes que por una pesadilla. Sueña, idiota, con tal de que procures no dormirte. Acuérdate de Sylvian, eso es, acuérdate de...»

... Sylvian se volvería loco si le contase esto, chicos. Lleva años detrás de vosotros y apuesto a que nunca os habíais presentado tantos de golpe. Si vuelvo... cuando vuelva a verlo, le pediré disculpas por no haberlo creído y le diré que estoy dispuesto a seguirlo a donde sea, a ayudarlo a averiguar la causa. Y si me rechaza... —Enfoqué la visión en la luciérnaga que me calentaba las mejillas—. Bueno, no voy a dejar que me rechace, no esta vez. Voy a decirle lo que siento y lo aceptará, seguro.

Como si fuese lo más natural del mundo, la luciérnaga trepó a mi labio inferior y se paseó de una comisura a la otra con delicadeza. Me quedé petrificado bajo aquel cosquilleo. No era un simple insecto, sobrenatural o no, recorriéndome la piel. Era mucho más que eso. Era... familiar.

Racimos de imágenes de Sylvian desfilaron por mi mente. Un chico de Luisiana, abandonando los cálidos veranos del bayou por culpa de la desaparición de su padre; un espectador infalible, presente en cada episodio gracias al seguimiento de los testimonios publicados en Internet; siempre atento, siempre encerrado en casa durante los extravíos, perdiendo peso y energías por la preocupación y la culpabilidad; angustiado al oír que una víctima había fallecido; acongojado porque yo debía ausentarme... «Su amigo aquí última semana de agosto»; la voz de Kristiansen, asegurándome que la llegada de Sylvian se había producido la semana previa al primer incidente...

«Pero ¿cómo podías saberlo? ¿Cómo?»

Miré de nuevo mi grupo de pequeñas salvadoras, mi hermoso manto de luciérnagas. Una de ellas cayó al suelo a mis pies, exhausta, parpadeó con timidez, se apagó y desapareció. Y yo, finalmente, comprendí.

No. No. No, no, no... —Manoteé, en un patético intento de espantarlas—. Nonononono... ¡NO! ¡Marchaos! ¡Volved con él! ¡Volved, o le ocurrirá algo horrible! ¡Sylvian, por favor, si me oyes, no lo hagas! ¡No lo hagas, te lo suplico! ¡No lo hagas! ¡¡¡Sylvian!!!

Grité y me revolví durante no recuerdo cuántas horas. No conseguí alejarlas. Se movían unos pocos centímetros y continuaban allí, testarudas, mientras mi garganta enronquecía y nos debilitábamos. Y fueron desvaneciéndose, una tras otra, hasta que solo quedó la última sobre mis labios. Su destello era tan pálido, su aura de calor tan frágil, que contuve la respiración, como si mi aliento ahorrado hubiese podido prolongar su vida. Algunas voces llegaron entonces desde las alturas.

¡Está aquí! ¡Se ha movido, está vivo!

Las luces artificiales de las linternas me cegaron durante unos segundos. Aunque me cubrí con la mano, apenas tuve tiempo de presenciar su suave titileo antes de abandonarme. Transmitía una extraña sensación de paz, que yo, en mi desesperación, no fui capaz de agradecer ni de perdonar.





***





El resto de mis impresiones del rescate se han convertido en una amalgama confusa. Afirmaban que deliraba mientras me ataban al trineo, me practicaban los primeros auxilios y comprobaban si había más supervivientes, pero yo era muy consciente de que pronunciaba sin cesar su nombre, con la esperanza de que alguien me diera una noticia que nunca llegó. No vi su rostro entre los miembros de la partida, ni luciérnagas durante el camino. Solo perdí el sentido tras nuestra llegada a Aappaluarpoq, cuando me metieron en el dispensario de la casa comunal para que el médico me examinase. Dijeron que tuvo que sedarme porque lo agredí físicamente. Me figuro que así fue. Habría sido mi reacción más lógica si no respondía a mis preguntas ni me dejaba marcharme a buscar a Sylvian. Abandoné la cama en cuanto abrí los ojos; aun con mi pierna escayolada y mi hombro vendado, nadie se atrevió a detenerme entonces. Los murmullos me guiaron hasta una helada habitación adyacente donde reposaba un bulto cubierto con una sábana. Al tercer intento reuní el coraje para retirarla.

No soy de los que lloran, mi aparente falta de sensibilidad siempre fue otro punto en mi lista de rasgos poco apreciados. No, no soy de los que lloran... Sin embargo, confieso que lo hice cuando vi su cuerpo en la gélida atmósfera de aquel cuartucho gris. Estaba consumido hasta el extremo, las mejillas macilentas, el abdomen hundido bajo las costillas. Lo apreté entre mis brazos —ligero, tan ligero— y lloré hasta el dolor, hasta quedarme sin voz y sin lágrimas.

Mi manto de luciérnagas le había sorbido la vida y me había dejado aquella vaina vacía.






Hicieron falta las dulces frases de consuelo de mi primera admiradora en el asentamiento para que me apartara de él y fuese a descansar. La buena mujer caminó conmigo todo el trayecto hasta la casa de Sylvian —no habría aceptado ir a ningún otro lugar— y me contó, a grandes rasgos, lo que había sucedido. Que fue él quien dio la alarma antes de que nadie nos echase en falta, pero que la tempestad y las dudas razonables retrasaron la organización de la partida de búsqueda. Que lo hallaron más tarde, semiinconsciente, a varios cientos de metros de allí, tras un intento fallido de salir por sus propios medios. Que se debatió, agarrado a un hilo de aliento, mientras los hombres se internaban en la oscuridad persiguiendo fantasmas. Y los cazadores trajeron después su propia historia, pues juraron, por los espíritus de sus ancestros, que una luz guía los había conducido hasta la grieta y después se había perdido entre los copos de nieve.

Yo escuché a medias y luego me encerré a meditar. ¿Acaso había algo que no supiese ya, al menos en mi corazón? El que había sido el hogar de Sylvian nunca me resultó tan acogedor y tan desamparado a la vez, con todos aquellos recuerdos. Deslicé los dedos por las portadas de sus discos, por los pocos libros, por su portátil. «¿Por qué nunca quisiste compartir tu secreto conmigo?», le reproché en silencio. Luego comprendí que no le habría creído y me sentí más miserable aún. Si apenas podía creerlo entonces...

Mi ojeada se detuvo en un viejo cuaderno con pastas de cuero posado junto al ordenador. No lo había visto antes y me chocó descubrirlo allí, ya que él siempre había sentido debilidad por los teclados. Al abrirlo me topé con páginas de una escritura desconocida, organizadas en entradas independientes y sin fecha. ¿De su padre? Era un escritor prestigioso, según me había comentado, y aquello bien habría podido ser una colección de ideas para desarrollar, por lo poco que yo conocía del oficio. Fui pasando hoja tras hoja, sacudido por el presentimiento de que Sylvian lo había dejado para mí.

La última página estaba marcada con un señalador. Me dejé caer en la silla y traduje.


Era verano la noche que lo encontramos, y las luciérnagas bailaban sobre el agua superponiéndose al reflejo de las estrellas. Nunca había visto tantas, ni tan encendidas. Distinguí que se concentraban en torno a un nido de niebla, hierba y juncos y, al investigar, descubrí dormitando en él a la criatura más perfecta que había visto en mi vida. El pecho me hirvió al imaginar quién habría sido tan desalmado para abandonar a un bebé a orillas del bayou. Y él estaba tan tranquilo, gorjeando en la oscuridad, mirándome con esos ojos enormes y claros que reflejaban la luz de cien estrellas diminutas...


Sylvian. Se llama Sylvian, no puede ser de otra manera.


Removí cielo y tierra para que me permitiesen quedármelo. Usé mi renombre, usé a mi propia esposa y la perdí por ello, no mucho después. ¿Por qué habría de anteponer la paternidad al matrimonio? Porque nadie más sabía de donde venía, ni cómo cuidar de él, ni la magia que corría por sus venas. Nadie más habría sentido el amor necesario para contemplarlo en las noches de verano, riendo bajo un manto de luciérnagas, sin ceder al miedo. Nadie iba a quererlo igual que yo.


Anoche vi un ciervo ahogado entre los cañaverales. Me extrañé, puesto que no suelen acercarse tanto, y pensé al momento en el osezno solitario que se había aventurado en el islote del lago y había corrido idéntica suerte. Por primera vez tengo miedo. Sé que el miasma de las aguas nubla los sentidos y que él lo lleva siempre consigo, pero no es eso lo que temo. Tengo miedo porque está empezando a darse cuenta del lado oscuro de su herencia, y la culpabilidad le provoca más llanto del que puedo soportar. Lo consuelo día tras día, le prometo que aprenderá a controlarlo, que allí está a salvo conmigo, lejos de la gente a la que no puede dañar. Eres hijo mío y del bayou, Sylvian. Mientras tengas mi amor y su fuerza, nada malo te ocurrirá.




Esa fue la última entrada con aquella letra. La que seguía pertenecía a una mano que yo sí conocía. Noté el dolor en el pecho y la humedad en los ojos, de nuevo desbordados por las lágrimas.


Lo siento, papá. Yo tuve la culpa y no fui lo bastante fuerte para salvarte ni para quedarme allí, aislado del mundo. Solo, qué sentido tiene vivir.

Lo siento, papá. Donde quiera que voy, mi maldición me persigue. Me esfuerzo en combatirla, te lo prometo, pero cada día que paso en un lugar aumenta el peligro de dejarlos expuestos a ella. Al final siempre he de marcharme. Viajar sin descanso, escondido tras mi subterfugio del periódico, procurando no hacer amigos cuyo sufrimiento me haga sentir después doblemente culpable. Viajar a rincones más y más aislados, rezando para que la ausencia de gente disminuya las probabilidades. Esa es mi existencia.

Aunque ya no soy tu Roca, te echo de menos. Y sé que debería regresar, lo sé, donde ya no pueda hacer daño. Solo.

Soy un cobarde.




El cuaderno concluía con unas palabras garrapateadas a toda prisa en la guarda final.




Lo siento, Mags, te voy a herir de todas las formas imaginables. Sin embargo, yo permití que sucediera, y habré de ser yo quien lo remedie.

Por qué no te apartaste de mí. Por qué te dejé entrar. Por qué permanecí aquí tanto tiempo...

Soy egoísta.

Y te...




Esa frase incompleta, tachada a conciencia e imposible de leer, me hizo aullar de ira y de dolor. Abandonarme sin permitirme ese pequeño consuelo... Extendí los brazos y abarqué su cuaderno, su ordenador y sus papeles, lo poco que él había dejado atrás. Necesitaba tocar algo sólido antes de despedirme porque sabía muy bien que mi pérdida iba más allá del amor e, incluso, de Sylvian. Había sido testigo de un fenómeno que no podía explicar ni aceptar, ni siquiera analizar. A mí, que era un científico, ya no me quedaban certidumbres a las que agarrarme.

Ya no me quedaba nada.




El médico se presentó a primera hora para interesarse por mi salud y ofrecerme un amargo resumen de los acontecimientos. Jensen y Kristiansen habían sido mucho menos afortunados que yo y no habían sobrevivido a la caída a lo más profundo de la grieta. Sylvian había sido víctima de la desnutrición y la hipotermia. —Desnutrición... Como si estos dedos que tantas veces lo habían alimentado no conociesen la verdad. Si una luciérnaga lo hacía desfallecer, ¿qué no habría sido de él, con todas las que me ofreció?—. Ya estaba organizado el traslado del cuerpo a Qaanaaq, aunque el problema era el papeleo de la repatriación, dado que no sabían cómo contactar con sus parientes. Noté su incomodidad; se lo veía avergonzado por dejarme caer semejante cuestión en tan mal momento. Eso no impidió que respirase, aliviado, cuando le dije que yo me ocuparía.

Quizá siguiese hablando un buen rato, no sé, ya no lo escuchaba. Mi concentración se había agotado y mis ojos recorrían de nuevo la sala, rememorando buenos recuerdos. Al detenerme en la ventana trasera y en la oscuridad que enmarcaba, imaginé la carrera de Sylvian en la tempestad, sus pisadas sobre la nieve, su angustia al saber que estaba más allá de la ayuda que alcanzaba a prestarme. ¿Me vería a través de sus luciérnagas? ¿Me escucharía? «Ojalá me escuchases ahora. Te diría que no me importa quien seas ni el peligro que creas representar. No volvería a dejarte, buscaríamos los medios. Si hubiera tenido fuerzas para salir... Si hubieras resistido un poco más...». Sentí que la humedad me nublaba de nuevo la vista y me froté los párpados. Y entonces, justo entonces..., distinguí la luz intermitente sobre la parte exterior del cristal.

Sospecho que el médico no se tomó muy bien mi invitación, a gritos, para que se marchase. A mí ya no me importaba nada, excepto precipitarme hacia la ventana, forzar el marco congelado y dejar entrar a la pequeña criatura, que se posó en el hueco de mis manos. Se la veía pequeña y débil, su abdomen iluminado apenas por una terca chispa de energía, pero viva. Viva.

Ignoro cómo corrí, con mi tobillo roto, cómo movilicé a medio asentamiento para trasladar el cuerpo al aeropuerto y cómo despaché el papeleo. No me detuve hasta subir a bordo de un avión privado —cuya absurda tarifa ni pregunté— rumbo al sur, con el equipaje más valioso que jamás había transportado. Una parte descansaba en la bodega, la otra aleteaba en una caja de cartón sobre mi regazo.

Me había precipitado al juzgar que no me quedaban certidumbres, pues había una que llevaba chillándome en los oídos desde que leyera el cuaderno del padre de Sylvian. El bayou donde nació era su fuerza; si regresaba a su clima más amable y a sus pantanos llenos de magia, recobraría la vitalidad y volvería a ser el que fue. No, no podría devolverle su otro soporte, el amor de su padre, pero tendría el mío. Y quizá, cuando comenzase el verano, me sentaría con él a la orilla del agua y veríamos juntos el anochecer, bajo la luz de un nuevo manto de luciérnagas.





Suena descabellado, lo admito. Ni por asomo es la confesión que se esperaría escuchar de un geofísico cuyos libros sagrados siempre han descansado en los estantes de ciencia. Aun así, no voy a alterar ni una palabra.

Tengo una diminuta esperanza centelleante entre mis manos y quiero creer que Sylvian sigue viviendo en ella, de alguna manera. Quiero creer que volverá.
 
 
 
 
 
 
 
 

2016/03/07

UN MANTO DE LUCIÉRNAGAS: Segunda parte

 
 





Me resultó fastidioso volver a la actividad cotidiana tras aquella jornada de descubrimiento. Y no era que no me gustase mi trabajo, sino que implicaba horas de ausencia en las que cierto sureño con tendencia a las roturas debía quedarse solo. Era muy extraño... Después de meses y más meses de desapego emocional durante mi doctorado, se me había invertido la polaridad y me había convertido en un protector patológico. Tuve que forzarme a mantener algo de distancia, porque él no era de los que se confiaban con facilidad y por nada del mundo habría deseado asfixiarlo, pero... Lo veía tan frágil... Aislado, en un país helado y oscuro que no era el suyo, sin familia ni amigos... Circunstancias que también se aplicaban a mí, lo admito, aunque con mucha menos severidad. Mientras que yo estaba allí por elección propia, ¿podía Sylvian decir lo mismo? ¿Él, que llevaba años siendo arrastrado de un lado a otro por aquella obsesión?

Al menos nos reuníamos al final del día, por lo general en su casa, salvo las escapadas alternas a la sala comunal para que la gente no murmurase demasiado. Haciendo cuentas, pasaba más tiempo allí que en mi cuchitril, y en ocasiones me sentía tentado a llevarme mis chismes y ocupar un rincón. ¿Que por qué no lo hacía? Bueno, tenía la impresión de que él aceptaría por no contradecirme, de que valoraba su privacidad y prefería conservar un pedazo antes que dármela toda a mí. Y yo lo asumía. Comprábamos la comida juntos, cocinaba para él y me cercioraba de que no saliese sin compañía por ahí, a doblarse articulaciones. Cuando otro de los habitantes del poblado perdió el rumbo en la oscuridad, se preocupó tanto durante su búsqueda que volvió a perder peso, y le faltaron minutos para ir a entrevistar a la víctima en cuanto este pudo hablar. Le eché una buena bronca y lo cebé con carne grasa, que, aunque sabía a rayos, venía bien para aguantar las temperaturas en descenso. Y seguíamos juntos de la otra manera; puede que con algún reparo al principio —las borracheras ayudaban a ahogar las inhibiciones—, pero con una seguridad creciente, alentada, sobre todo, por la naturalidad con la que él se desnudaba, se colocaba encima o debajo de mí y me hacía recelar de todas las relaciones con chicas que había mantenido en el pasado. Me encantaba apretarme contra él en el sofá o en el espacio algo más amplio de su cama. Me fascinaba mirar sus ojos ambarinos entre aquellas hileras de pestañas larguísimas, pasar la mano sobre su costado de color canela y admirarme de su perfección, en contraste con mi piel paliducha de fantasma vikingo. Él se reía, deslizaba el pulgar a lo largo de mi labio inferior —su ritual previo a besarme— y se burlaba. «Ideal para camuflarse en la nieve, con tal de que te quedes en pelotas», me decía, para luego añadir: «Y, de todas las cosas que he visto, la nieve es una de mis favoritas.»

Muchas madrugadas preferíamos quedarnos en la caldeada sala de estar y ver la televisión, escuchar o tocar música. Recuerdo muy bien una de aquellas veladas. Yo tenía conmigo mi guitarra y la aporreaba cantando a grito pelado Fifteen Feet of Pure White Snow —lo que, en mi idioma, se traduciría más o menos como «quince pies de nieve blanca»—, mientras él me hacía los coros. Nuestros chirridos y gallos variaron por completo el tono de la canción, que dejó de ser un blues desesperado para convertirse en una cacofónica declaración de principios. Lanzamos unas cuantas carcajadas cascadas después de aquello, y algunos de sus versos se convirtieron en nuestro grito de guerra particular, sobre todo cuando salíamos y no veíamos más que nieve por todas partes.

Habíamos bebido un poco, sin pasarnos, y el ambiente daba pie a la conversación y a las confidencias. Sylvian me preguntó por mi trabajo y por los procedimientos para medir el campo magnético. Yo le describí el observatorio de Qaanaaq —por considerarlo más interesante que mi simple caseta—, con sus edificios adosados para los sensores, los equipos y las absolutas, y le expliqué de qué estaban hechos y cómo se conseguían mediciones en un entorno sin interferencias. Él compuso un rostro perplejo, se tendió con la cabeza en mi regazo —se había acostumbrado a ello y a mí me encantaba— y observó:

Me sigue pareciendo asombroso lo que haces. —Le creí. Aunque mi investigación sobre el fenómeno no había arrojado resultados concluyentes, él seguía convencido de que el magnetismo podía estar relacionado—. ¿Cómo desarrolla un chaval normal el coco necesario para encerrarse a estudiar ladrillos de física? ¿Cuándo decidiste «Eh, nada de profesiones vulgares. Yo voy a empollarme a Einstein, que, por cierto, no escribía galimatías sino cosas muy comprensibles para mí, y luego le mediré el campo magnético a la Tierra»?

No fue exactamente así —respondí, con una sonrisa—. Física y Matemáticas siempre se me dieron bien en el colegio, lo admito, pero supongo que el empujón definitivo se lo debo a mi madre. Es catedrática de Filosofía, ¿sabes?, y nunca le preocupó el hecho de que, a lo largo de la vida, se puede cuestionar todo. Hasta que murió mi padre.

Lo siento.

Fue hace mucho, yo tenía nueve años. En fin, mi madre sufrió su primera crisis de... fe en la incertidumbre, por así decirlo, y un día me hizo sentar en el sillón, me miró, muy seria, y me dijo: «Mags, no me importa a lo que dediques tu futuro, siempre que te haga feliz. Solo voy a darte un consejo, y es que elijas algún terreno sólido y fiable, donde todas las preguntas desemboquen en respuestas, y no en nuevas e incesantes preguntas». Si le hubiese hecho caso, supongo que habría seguido el camino de las Matemáticas, pero la Física iba más con mi carácter y, bueno, es tranquilizador pensar que hasta las incertidumbres se rigen por sus propias leyes y que, una vez que pelas todas las capas de dudas e imprecisiones, lo que va quedando a lo largo de los años es la verdad absoluta. La búsqueda de verdades absolutas... Sí, no es una mala meta a largo plazo.

Entonces debes ser muy condescendiente con los supersticiosos y con los que se dejan guiar por luciérnagas místicas —susurró, con esa inflexión suya tan serena que nunca denotaba reproche. Yo me mordí la lengua. Por supuesto, no deseaba rebatirlo, ni tampoco mentirle.

No es tan sencillo. Mira, aunque yo pueda saber por qué la noche dura varios meses en el invierno ártico o qué explicación científica hay tras las auroras boreales, eso no quita que el estómago me dé un vuelco de admiración al venir aquí y contemplarlo con mis propios ojos. Entiendo que la gente se emocione, que necesiten creer en algo más que en inclinaciones de ejes y eyecciones de partículas cargadas.

En tu estilo, eres un poeta, ¿lo sabías? —afirmó. O, en otras palabras, «bonita salida por la tangente que no me quita la razón». Contraataqué cambiando de tema.

¿Y tú? ¿Qué te hizo enrolarte en la normalísima ocupación de reportero viajero? Me contaste algo de... una pérdida...

Mi padre. Era escritor, muy reputado. Me crió prácticamente en solitario porque mi madre, que era blanca, no pudo resistir más que un par de años en el ambiente donde él se movía y se marchó. Ah, no llegó a afectarme; mi padre jamás me abandonaba y, aunque no solíamos ser más que él y yo, sus relatos y su afición a explicarme las cosas como a un adulto me fascinaban. Tenía una casa vieja frente al Bayou Vermilion, donde pasábamos todo el verano. Salíamos a navegar, pescábamos, me contaba historias sobre mansiones encantadas, monstruos y espíritus del pantano... Yo aún era pequeño y no tenía muchos amigos. La vida en Lafayette era apagada, en comparación con aquellos días en el bayou.

»Nos tumbábamos en el embarcadero durante las noches más tórridas, con un farol al que acudían todos los bichos de la región, y aprovechaba para asustarme con sus relatos más truculentos. «Roca, prepárate que hoy va una buena», comenzaba.

¿«Roca»?

Me llamaba así, era grande y redondo de crío. Si te vas a pitorrear...

No, no, continúa, por favor —le rogué, con un relincho de risa, incapaz de imaginar un Sylvian redondito.

No hay mucho más, en realidad. Me susurraba alguna de sus mil historias de terror y luego añadía un epílogo o una moraleja que, no sé cómo, servía para explicar el misterio, redimir a las víctimas o imponer un castigo a los malos, de forma que acabábamos riéndonos y yo no tenía pesadillas.

»Hasta que un día crecí y perdí el interés en el bayou, las historias y cuanto me había atraído de niño. Y, poco después, mi padre salió a navegar y nunca regresó. —Se tomó una pausa silenciosa, quizás en memoria del fallecido—. Dijeron que había debido ahogarse, ya que el bote vacío fue hallado en un tramo tortuoso de uno de los afluentes del río. No regresé a aquella casa. Viví algún tiempo en la ciudad, con unos parientes, colaborando con sitios Web locales, hasta que me informaron del fallecimiento de mi madre y de que me había dejado el dinero de su familia. Nunca se lo pedí, ni contaba con él, pero lo usé para viajar cuando llegué a enterarme de los otros casos de extravíos. No me preguntes por qué, Mags, ni yo sé lo que pretendo. ¿Hacerme la ilusión de que se salva a través de ellos? ¿Comprender por qué hay personas más afortunadas que él en el mundo? Es... todo cuanto puedo decirte.

No te lo preguntaré. Lo que tal vez sí accedas a explicarme es por qué eres tan reservado con los demás, cuando yo sé que tú no eres así. ¿Acaso no es bastante duro pasarse la vida fuera de casa?

¿Qué casa? —Parpadeó, reprimió un bostezo y se acomodó. Ya era muy tarde—. Te has respondido a ti mismo. ¿Para qué hacer amigos cuando vas a tener que marcharte, tarde o temprano? —Sí, estaba medio dormido. De otra manera, se habría dado cuenta de lo que me iban a doler esas palabras—. Te preocupas mucho por mí, eres demasiado bueno. No... hace falta, en serio, fui más feliz que muchos. Tenía a mi... padre..., y las noches en el bayou, y sus... historias sobre...

Cayó dormido. Al acercarme a su rostro y escuchar su respiración acompasada, sentí una insólita emoción, una mezcla de inquietud y ternura que nunca había experimentado antes. Aún lo oí pronunciar un último murmullo al que no logré encontrarle el sentido:

... un manto de luciérnagas...

¿Remataba su frase o soñaba? Olvidé preguntarle al siguiente no amanecer; yo también había caído redondo, con él encima, y las piernas y la espalda se me habían agarrotado tanto que tuve que descansar de mi descanso. Sylvian se compadeció de mí y me preparó el desayuno mientras yo hacía el vago en su sala. Cuando regresó con la comida, me pilló tragándome un programa sobre glaciares en la televisión; interesante pasatiempo para quien no tenía más que hielo a su alrededor.

Perdón, perdón, ya lo quito —me disculpé con humildad.

No, déjalo. Has llegado con la estación tan avanzada que no te ha dado tiempo de ver más que una colección de bultos grises. —Se sentó a mi lado y clavó la mirada en los colosales icebergs iluminados por la luz del sol. Aparte del blanco purísimo, la mayoría lucían una amplia gama de tonos de azul, desde el más pálido hasta el marino más intenso—. ¿Por qué es azul el hielo?

Porque la compresión a la que ha estado sometido hace que expulse todas sus burbujas de aire, responsables del fenómeno de dispersión. La luz puede entonces penetrarlo; sus moléculas, como las del agua, vibran al contacto con ella y absorben las longitudes de onda más largas (y, por tanto, menos energéticas), reflejando las más cortas, que corresponden a los azules. Algo que puedes apreciar en el mar, a cierta profundidad.

Me arrepentí de mi perorata una fracción de segundo después de callarme. Había roto mi norma de no soltar esos discursos de físico sabelotodo que nadie apreciaba. Él, sin embargo, no parecía fastidiado, y preguntó:

¿La profundidad de tus ojos tiene que ver con su intenso color azul?

¿Me estás lanzando un cumplido o te estás cachondeando? —Iba a añadir «Roca». Me contuve a tiempo.

Si no lo sabes, a lo mejor tampoco quieres usar uno de estos —contraatacó, sosteniendo un sobrecito cuadrado en alto.

A lo mejor no. Ya me va a tocar hacer el vergonzoso viaje a Qaanaaq para reponer.

Te dije que comprases más cantidad.

Y que me pongan de mote «el físico salido de Aappaluarpoq», ¿no?

Ah, si no quieres...

Sí quería. Me olvidé de mi dolor de espalda, del desayuno y del reportaje y lo desnudé, saboreando anticipadamente la perfección —porque nadie había sido más perfecto que Sylvian— que me haría sentir. Me olvidé también de los interrogatorios sobre sueños y luciérnagas. Era un científico, sí, buscaba mis certezas con los pies en la tierra; aun así, apreciaba un cumplido y una pizca de intimidad como cualquiera, y mi súbita ascensión a las nubes borró de mi mente todo lo demás.






***






A pesar de estar en el páramo más oscuro del mundo, las dos semanas que siguieron brillaron en mi ánimo como una continua aurora boreal. Vivía esa época mágica en la que cada roce hacía saltar chispas, en la que no concebía pasar cincuenta y nueve minutos con él si había posibilidades de subir a sesenta. La diferencia con mis anteriores relaciones era la afinidad. Compartir el espacio con otro hombre me aportaba una paz de espíritu y una desinhibición para mostrarme tal cual era que nunca había experimentado hasta entonces. No tenía sentido negarlo, ya había pasado por ello: me estaba enamorando de él un poco más cada día, y el temor por el futuro y por los golpes que podía llevarme aún quedaba muy por debajo de mi euforia.

Lamentablemente, la borrachera de optimismo se me pasó con la siguiente desaparición en la nieve, esa vez de un ingeniero del grupo de prospecciones. Sus compañeros lo echaron en falta a las pocas horas y comprobaron que el sistema de posicionamiento no registraba sus coordenadas, así que organizaron una partida de búsqueda. No hallaron rastro de él la primera jornada, ni la segunda. La secreta esperanza de que las luces lo trajeran de vuelta chocó con el pragmatismo del ingeniero jefe, que hizo venir un helicóptero de rescate. Tampoco hubo suerte durante las siguientes cuarenta y ocho horas.

Yo notaba la preocupación creciente de Sylvian, sus ojeras y lo demacrado de su aspecto. El siempre se había tomado las desapariciones muy a pecho; miraba por la ventana, pedía noticias, contenía la respiración... Quiso salir, incluso, a unirse a los voluntarios, y lo habría hecho de no estar yo para impedírselo, aduciendo que todos tenían mucha más experiencia ahí fuera. Hasta que encontraron al ingeniero. Muerto.

Jamás se me irá de la cabeza su estallido en cuanto comencé mi versión de la terrible noticia. Lo negó en voz alta, golpeó la puerta, arrancó algunos pósteres de la pared... Al sujetarlo noté, más pronunciadas que nunca, sus dos hileras de costillas descarnadas; había vuelto a bajar de peso, y su debilidad ni siquiera le permitía liberarse de mi presa. La preocupación me hizo perder los estribos.

¿Es que quieres matarte por algo que no es, ni remotamente, culpa tuya? —le grité—. ¡Vas a enfermar!

¿No has visto lo que ha pasado? ¡Lo han dejado morir! ¡Han provocado que se extravíe y luego lo han dejado morir!

No me has dejado terminar, ha sido su corazón. —Lo forcé a escucharme—. Kristiansen me lo ha contado. Creen que padecía una angina de pecho, porque tenía una caja de tabletas de nitroglicerina en la mano y una bajo la lengua. Si alguien hubiese estado al corriente, no se habría encontrado en esa situación, pero él se lo ocultó a todos. Simplemente llegó su hora.

¡No habría llegado si no se hubiese perdido ahí fuera! —La pequeña reflexión que se tomó tras oírme no bastó para calmarlo.

¿Y quién dice que se perdió? Por lo que sabemos, podría haber salido por propia voluntad. Esto no tiene nada que ver con luciérnagas. —De repente, recibí una súbita inspiración, una de esas que te empujan a hablar y luego te hacen arrepentirte de tus palabras—. Tú no provocaste su extravío; ni el suyo, ni el de tu padre. Tienes que aprender a aceptarlo y a dejar de castigarte durante el resto de tu vida, Sylvian.

Me miró, incrédulo e igual de enfurecido que yo. Luego se revolvió y recorrió su sala de estar a zancadas, con el talante de un oso polar enjaulado. Daba la impresión de que quería creerme, o insultarme, o vomitar lo que fuera que se lo estaba comiendo por dentro. O todo a la vez.

Vete, por favor, prefiero estar solo —musitó, al fin.

Ni lo sueñes. Voy a preparar la cena y a encargarle a mi guía que traiga algún reconstituyente de Qaanaaq. Vas a cuidarte y lo digo en serio.

Tú no eres mi...

Lo dejé con la palabra en la boca mientras salía a por Kristiansen y le encargaba una lista de provisiones y complejos vitamínicos. El groenlandés la estudió, se la guardó en el bolsillo y me dedicó media sonrisa astuta:

Cocina para Dufrêne, ¿eh? No es mal amigo, sí mal cocinero. Yankee flaco como costilla de foca. Debería darle más de comer.

Allí me dejó, sin una réplica decente y con la sensación de que cada sílaba de su acusador discurso tenía un doble sentido. Regresé entonces a la madriguera de Sylvian —la que tanto me habría gustado considerar nuestra madriguera—, usando el llavero que previamente le había birlado para abrir. Lo conocía, habría sido bien capaz de dejarme fuera.

Aquella madrugada digirió su amargura y vino a visitarme a mi lugar de destierro en el sofá. Yo lo abracé sin abrir la boca. Mis labios, posados en su cuello, recibieron una de esas caricias que siempre precedían a su lengua, interrumpida únicamente por el forcejeo de sus brazos al desvestirse. Nunca habría imaginado que iba a desear acostarse conmigo, no después de lo sucedido. Su vulnerabilidad me asustaba tanto... Traté de contenerme, temiendo romperlo en dos, pero él se colocó sobre mí y barrió mi raciocinio con su desesperación. No recuerdo preámbulos, ni condones, ni juegos; nada más que piel caliente y una cabalgada ansiosa en la oscuridad.

¿He dicho desesperación? No lo sabía entonces. Ahora no se me ocurre otro término para definir lo que sentía por mí y por el mundo, un hambre de poseer y ser poseído que —su cuerpo era la prueba— nunca había visto satisfecho.






***






Pasada otra quincena y recuperada en parte la normalidad, Jensen, mi colega sénior del observatorio, me propuso una visita a las formaciones rocosas situadas al nordeste de la zona de prospección. Él mismo preparó el viaje en moto de nieve con Kristiansen, quien nos garantizó que cubriríamos la ida y vuelta y la exploración en una jornada. Ausentarme no era mi plan favorito, dado el estado de Sylvian, pero la obligación era la obligación y mi jefe no era propenso a creer en lo sobrenatural.

El día previo a la partida transcurrió más silencioso de lo acostumbrado. Él estaba tan nervioso que no dejaba de dar golpecitos en su escritorio y de lanzar miradas de reojo, a mí y a lo poco que se veía por la ventana. Yo tampoco estaba en mi mejor momento. Tras reunir lo que necesitaría, le pinté maravillas sobre los menús del comedor y me preparé para hacerle jurar sobre los Principia de Newton que se los comería. Entonces se me acercó.

No salgas —rogó, con tono de súplica—. Deja que vayan sin ti.

Sylvian, me pagan por ello, no puedo negarme a hacer mi trabajo. Volveré en seguida.

Los extravíos... Tengo un mal presentimiento. No salgas, por favor. Por favor...

No nos pasará nada. Ya conoces a Kristiansen, es el mejor guía, y fui yo quien los convenció para ir motorizados y acabar mucho antes.

Entonces... déjame ir a mí también.

¿Estás loco? Vamos, tú no tienes... sustancia para acampar a treinta grados bajo cero. Ni hablar, estaré mucho más tranquilo si sé que estás a salvo y llenándote el estómago de cosas calientes. Además, no hay espacio en la moto, ni...

Mags, te lo suplico.

Me llevó al límite de lo soportable, me encogió las entrañas. Le sujeté los hombros —tan delgados— y lo abracé.

Jamás se me ocurría perderme en la nieve y mi corazón es fuerte como el de un toro. Y, bueno, no voy a ser yo menos que los demás. Siempre estarán las luciérnagas.

Mi voz sonó muy confiada. Nada extraño, ya que no podía dejar de lado mis prejuicios y de verdad creía que estaba a salvo. «La calma es contagiosa», pensé, al ver que Sylvian no seguía replicando y se quedaba muy quieto en mis brazos. Fue en ese preciso instante cuando decidí que no dejaría que volviera a marcharse: lo quería y quería estar con él, sin importarme el cómo ni el dónde. Aunque eso me convirtiera en el tipo más empalagoso sobre la faz de la Tierra, le pediría a mi regreso que viviésemos juntos.







Por fascinantes que fuesen los viajes en trineo, el vehículo motorizado me transmitió más confianza para cumplir las promesas que le había hecho a Sylvian. La primera etapa del viajecito transcurrió sin incidencias, seguida de una pequeña parada para tomar algo caliente. Jensen charlaba por los codos, feliz, intuyo, de emprender algo que se saliese de su rutina. Yo tuve que seguirle la corriente, pues la otra opción era dejar que Kristiansen le diera todas las réplicas y conversar en danés no era precisamente su fuerte. Mi colega condujo la charla al tema de los extraviados y la superstición, como él la llamaba, sobre las luces guía. Entre la avalancha de datos que pidió surgió el tema de las fechas; con un gesto muy burlón, a mi entender, preguntó quién había iniciado todo aquel negocio y cuándo. Le respondí que el primer caso había sido el de la hija de un cazador local, durante la primera semana de septiembre; añadí que estaba muy seguro ya que un amigo mío había llegado justo siete días después.

¿Su amigo Dufrêne? —intervino nuestro guía, haciendo un gesto de negación—. No. Su amigo aquí última semana de agosto.

Sé a ciencia cierta que fue en septiembre, él me lo dijo en persona.

No. Última semana de agosto, más a ciencia cierta.

Ignoro qué sacamos discutiendo, Kristiansen. Sé que tengo razón porque da la casualidad de que la madre de la chiquilla extraviada me lo confirmó.

Ah, pero última semana de agosto Dufrêne no en Aappaluarpoq, sino en Qaanaaq. —Arqueó los labios en una de sus sonrisas intrigantes—. Yo lo vi en hotel, difícil confundir, ¿eh?

Puesto que reanudamos el camino en seguida, no tuve oportunidad de profundizar en la cuestión. ¿Qué ganaba el guía engañándome? Nada, en realidad, y su inquietante vehemencia habría hecho vacilar a cualquiera. Ahora bien, si decía la verdad, ¿era Sylvian quien mentía? ¿Y por qué?

Se levantó el viento y me asaltaron otras preocupaciones: permanecer en la moto y no salir volando, por ejemplo, o averiguar qué diablos le pasaba al GPS, que había dejado de funcionar. Era la nueva y maravillosa maldición de la península Piulip Nuna, según la denominación de Jensen. Aunque nuestro acompañante groenlandés sugirió que no nos preocupásemos, que él la conocía a la perfección y no le hacían falta esos trastos para orientarse, decirlo era mucho más fácil que hacerlo, sobre todo porque íbamos por un paisaje oscuro de nieve, hielo y rocas, con un triste foco para iluminarnos. Además, yo notaba a Kristiansen un tanto distraído. Por regla general, sus rutas eran rectas y precisas, no aquel zigzag injustificado con frenadas seguidas de acelerones. Jensen arrugó las cejas al distinguir los montículos de las formaciones rocosas.

Kristiansen, ¿no deberíamos ver las banderas de la compañía minera desde aquí? —preguntó—. ¿Por dónde nos ha traído?

No está mal, no... No esta mal, no está mal. No estamos... lejos, no...

Jensen y yo nos miramos. Sonaba poco tranquilizador y, además, tartamudeaba y arrastraba las palabras.

Oiga, es mejor que volvamos si no se siente bien. El viento arrecia y...

Entrada por allí. —Señaló dos siluetas elevadas, un negro más intenso sobre el resto de la negrura—. No estamos...

Ante de que pudiese añadir lejos, el mundo se hundió bajo mis pies.
 
 
 

Ir a la primera parte                                                                                                                      Ir a la tercera parte (final)