2016/09/21

CON LA VISTA AL CIELO VII: Cuanto más mira al cielo, más se deslumbra





1490, un año señalado en los registros de Leonardo, se inició con el retrato de una beldad y una grandiosa celebración de boda. Pose dinámica en tres cuartos, en contraste con el perfil usado en la época; un velo transparente, sutil resalte de las hermosas facciones; una delicada exposición de cada sombra, pliegue y cabello... La retratada no fue otra que Cecilia Gallerani, y el brillante resultado, deleite de la muchacha y de su poderoso amante, jugó su papel en la ascensión del pintor en la corte.

El segundo evento, la boda religiosa de Gian Galeazzo Sforza, puso en sus manos los recursos necesarios para escenificar una mascarada que se recordaría en años venideros. Isabel de Aragón, engalanada en un mar de seda y rodeada de músicos, recibía los honores de una corte de embajadores. A medianoche se revelaba el Paraíso, una maqueta semiesférica de resplandeciente color dorado en su interior. Hacía honor a su nombre con una constelación de estrellas hechas de cristal coloreado ante focos de luz, siete actores disfrazados de los planetas conocidos colocados a diferentes niveles y los doce signos del Zodiaco en lo alto. ¿Su propósito? Seguir honrando a la nueva esposa y, por descontado, a Ludovico. Pocas inversiones rendían más en la política que aquellas que servían para dejar al pueblo con la boca abierta.

Leonardo recogía su porción de gloria en un segundo plano poco discreto. Vestía colores brillantes e irradiaba optimismo, aunque no tanto como su asistente Zoroastro, quien se había convertido en el alma de la fiesta. El metalurgo contaba con la gracia y la desvergüenza típicas de los cómicos y los bufones, y su talento para la narración y la improvisación se complementaba con el de su maestro, más dado a escribir sus ocurrencias en privado y de manera reflexiva.

Le preguntaron a un pintor por qué hacía figuras tan hermosas, siendo como eran objetos inanimados —narraba Zoroastro a un público achispado—, mientras que sus hijos eran tan, pero tan feos. El pintor respondió, encogiéndose de hombros: «¿Qué queréis? Hago mis pinturas de día, ¡y mis hijos de noche!».

El chiste provocó la hilaridad del coro de invitados ilustres que lo rodeaban. Uno de ellos preguntó:

Pues tu maestro no tiene ese problema, ¿eh? No hace hijos, y así no podemos comprobar si esa teoría es correcta.

Cierto, mas no vayáis a pensar que es un dechado de virtudes. ¿Sabéis con qué ilustre proyecto acaba de engalanar las hojas de su cuaderno de apuntes? ¡Con el trazado de la planta de un lupanar de Pavía! —Se alzaron nuevas carcajadas. Seguro de su éxito, el cómico continuó—: Y los artistas no son los únicos que se abandonan a las tentaciones de la carne (debilidad perdonable, cuando es su obligación experimentarlas para poder retratarlas). Por ejemplo, estaba cierta moza lavando ropa en el río, con los pies rojos por el agua helada. Cierto clérigo que pasaba por allí, cómodo y calentito en sus botas de viaje, se asombró al contemplar tal fenómeno y le preguntó de dónde venía esa rojez. Se chanceó la mujer y replicó que estaba causada por un fuego encendido debajo de ella. Entonces el clérigo tomó en su mano esa parte de él que lo hacía más sacerdote que monja y, acercándosela, solicitó con mucha cortesía: «En ese caso, ¿serías tan amable de prenderme la vela?».

El vino ayudó a que las risas pasaran por alto la impiedad de la historieta. Leonardo también escuchaba y sonreía; al notar, sin embargo, que la cultivada amante de su protector rondaba por las proximidades, trató de derivar la conversación hacia derroteros más intelectuales.

Avergüénzate, profeta, por sacar a colación temas tan indignos entre tan distinguidos invitados. —Profeta era uno de los apodos de aquel aficionado al ocultismo—. Anda, haz honor a tu sobrenombre y entretenlos con algo más elevado.

¿El juego de las profecías? ¡A la orden, maestro! —Las profecías no eran sino una especie de juego de adivinanzas al que Leonardo era aficionado—. Empecemos por una fácil, hum: «Los hombres caminarán en las pieles de grandes bestias».

¡Zapatos! Los hombres caminan con zapatos —gritó un caballero de la primera fila. No había ningún misterio en su rápida respuesta, dado que era un acaudalado comerciante de cueros.

¡Habéis acertado, señor! ¡Qué gran sorpresa! ¿Qué tal si planteamos otra menos sencilla? «Los hombres irán tan rápido como la más rápida de las criaturas por medio de las estrellas».

¿Estrellas? ¿Cómo se puede correr con las estrellas? —La audiencia meditó, perpleja—. ¡Una pista! ¡Una pista!

No debería. No debería, porque... Bueno, tengo el corazón débil. La solución está relacionada con la anterior profecía.

Cecilia Gallerani y su amiga, Irene Gregori, fingían que charlaban mientras ponían un oído en el juego. Leonardo volvió su mirada a la alta belleza rubia; la dirigió entonces a un escudo de la pared, que representaba un caballo encabritado, y sonrió.

Los hombres cabalgan con espuelas —afirmó la mujer, con voz decidida. Era la réplica correcta, y Zoroastro añadió una profunda reverencia al aplauso del corrillo.

Magnífico, mi dama. Espuelas son, sin duda. Y ahora... ¡aún más difícil! «Los cuerpos disminuirán cuando les quiten la cabeza, y aumentarán cuando vuelvan a ponérsela».

¿Qué cosa absurda es esa? ¡Claro que un cuerpo disminuirá cuando le quiten la cabeza! —se burló uno de los mirones—. ¡Lo que me gustaría es ver al guapo capaz de volver a colocársela!

Leonardo hizo un gesto divertido antes de alejarse en la misma dirección que Irene Gregori. Habían coincidido en varias reuniones y, aunque no habían llegado a forjar una relación de amistad, solían intercambiar algunas frases. La mujer agarró una copa de vino al pasar y se volvió hacia el florentino.

¿No seguís el juego, maestro Da Vinci? Debe ser aburrido cuando se conocen las respuestas. Por cierto que el profeta me cazó con esa última. Ignoro qué puede ser.

Una tontería: almohadas. —Ambos soltaron una risita—. Simples y prosaicas almohadas.

Nada de prosaicas. Son las aliadas de los sueños... y de los amantes. Ya que tocamos el tema, entre los rumores que circulan en palacio no hay ninguno que haga referencia a los vuestros. ¿No hay nadie que os satisfaga?

¿Y de dónde sacaría el tiempo? Tanto que hacer, tan pocas horas en el día. —La contestación fue vaga y elusiva. ¿De qué forma explicarle que sus apetencias estaban penadas por la ley?

Tiempo para el amor... Qué mala excusa. Hasta el más poderoso de los hombres de la ciudad se guarda unas horas para sus placeres personales. —Lanzó un vistazo significativo a Cecilia—. Vos debéis ser lo más parecido a un fraile que frecuenta estos muros. A menos que el objeto de vuestros afectos sea alguien tan prohibido que vuestro cuello dependa de guardar silencio.

No había segundas intenciones en aquella frase, jamás le había dado motivos a nadie de Milán para acusarlo de nada. Con todo, la diana involuntaria lo forzó a seguir justificándose.

Un fraile... Sí, eso debo ser yo. Y el objeto de mis afectos se encuentra al extremo de un pincel o una pluma.







***







La indiscreción de Irene Gregori hizo reflexionar a Leonardo durante una larga temporada. Amantes: un tema desterrado de su vida desde la denuncia que sufriera en Florencia, a medias por el temor y la vergüenza y a medias por la pérdida de la esperanza. Para el mundo ya era un hombre maduro, pero conservaba su atractivo y le habría sido fácil poner fin a su celibato autoimpuesto. Además, su cuerpo seguía siendo joven e impulsivo. ¿Por qué debía resignarse a la soledad?

Aquella lucha entre la disciplina, el despecho y el deseo preparó su ánimo para el encuentro que habría de tener lugar más tarde, en el mercado de la plaza. En medio de sus queridos pájaros, caballos, curiosidades y personajes notables se manifestó un pequeño ángel; o quizá un demonio, dado que un tendero lo estaba reprendiendo por manosear la fruta. Tenía diez años, el cabello rizado y castaño claro, casi rubio, los ojos avellana y una belleza que bien justificaba tomarlo por alguien caído del paraíso. No tardó en averiguar su nombre, Gian Giacomo Caprotti, y contactar con su padre para tomarlo de aprendiz. Y su nueva adquisición pasó a formar parte de su bottega en la Corte Vecchia.

Tras lavarlo y vestirlo como un príncipe —despertando suspicacias entre los otros aprendices—, Leonardo aprendió muy pronto algunas particularidades de su pequeño capricho. Sus ojos resultaron ser más verdes que miel, lo cual era muy apropiado para su carácter, que poco tenía de angélico. Y no fueron esos los únicos colores auténticos que mostró, pues su pereza, glotonería y amor por lo ajeno tardaron poco en convertirse en tema de conversación entre sus compañeros. No era que su maestro fuese ciego a estos defectos. Él mismo lo apodó Salaì —un pequeño demonio—, y empleó muchas horas en corregirlo, a sabiendas, en el fondo, de que aquello que podía pasar por falta de educación no era sino un vislumbre de su naturaleza. Pero ¡le era tan difícil apartar la mirada de él! Si a esa edad era tan radiante, ¿qué no sería cuando floreciese? ¿Qué obras le inspiraría, qué talentos aflorarían en ambos? Esa ansia suya de exprimir cada minuto de cada hora no iba a impedirle invertir tiempo en su pequeño demonio.

La novedad difícilmente habría de pasar inadvertida en la pirámide. Tras los dos éxitos iniciales, no habían vuelto a localizar datos ocultos en ninguna otra obra, y el Primer Biólogo expresó la impaciencia del Vértice e inquirió el motivo del descenso en las actividades de Da Vinci. A continuación ordenó que se investigara al recién llegado. Nadie, ni siquiera un niño, sería descartado como sospechoso en los extravagantes planes del desaparecido Eal.

Draadan, que alimentaba sus propias suspicacias acerca del súbito interés de Leonardo, no obedeció de manera desapasionada esa vez. Incapaz, no obstante, de hallar nada fuera de lo común en el crío, presentó un informe negativo. Tuvo que ser Navekhen, el perspicaz Navekhen, quien diese con la raíz del asunto. Le bastaron un par de días espiando al chico y a su maestro para interrumpir la conexión con el piramidión, mostrar la sonrisa más socarrona y murmurar, ante una copa de vino robada:

Está sí que es buena. El querido Leonardo, que tantas y tan variadas sorpresas me da, ha hecho lo más predecible del mundo.

¿A qué te refieres? —inquirió Neudan, el único con quien compartió sus conclusiones.

Mira a ese angelito y dime si no notas la similitud.

¿Similitud?

Vamos, mi respetado superior, ¿no lo ves? El pelo, el perfil, los labios... Salvo por los ojos medio verdes y el tamaño de bolsillo, el crío es la viva imagen de Draadan.

Neudan contuvo el aliento. Puede que fuese una mera sugestión, pero los matices apuntados por su compañero, y otros más de su cosecha, asomaron a las facciones de aquel pilluelo recogido en la plaza. Le costó poco imaginar lo que ocurriría en el futuro, cuando el chico se convirtiese en un adolescente y después en un hombre. ¿Sería Leonardo tan primario que se conformaría con un sustituto? ¿Por qué él, por qué cerrarse a todo por alguien frío como el corazón de un cometa? Draadan, siempre Draadan. La imagen del supervisor, a quien ni siquiera dirigía la palabra desde hacía mucho tiempo, hizo subir a su garganta una bocanada amarga.







***







Primario o no, no pudo decirse que Leonardo perdiese su impulso creativo, si bien la presencia de Salaì impregnó con una pizca de tirantez las actividades de la Corte Vecchia, como si cierta tensión no resuelta se hubiese instalado entre aquellas paredes. Su ánimo agitado se vertió en su trabajo. Esculpió la más sorprendente maqueta de arcilla para fundir el caballo del monumento a Francesco Sforza; llenó páginas y páginas con estudios ópticos para crear las ilusiones que amenizarían la boda de Ludovico con su bella prometida de años atrás, Beatriz d'Este. Hombres de las cavernas, bestias grotescas, efectos visuales que engañaban los sentidos, una escultura imposible... Siempre lo más extremo, lo más sorprendente, lo nunca visto. Y, en la intimidad, la otra cara de la moneda, ese pequeño protegido que crecía tanto en altura como en desvergüenza, sisando el dinero de los encargos, desvalijando carteras y robando prendas e instrumentos de dibujo. Leonardo ignoraba qué era lo que lo empujaba hacia él. Tan solo comenzó a vislumbrar una parte de la verdad cuando el chico cumplió catorce años. El año en el que la tensión estalló.

Aquel 1494 inauguró una época de frustraciones para el artista. La peste había traspasado los muros de la ciudad, la guerra con Francia estaba a las puertas. Ludovico, por entonces el duque oficial de Milán, había decidido destinar el bronce de su monumento a fundir cañones, y la maqueta quedó atrás, mudo testigo de un destino incumplido. El autoritario Sforza también lo privó de su obra terminada para la Confraternidad de la Inmaculada Concepción, el cuadro de la Virgen y el niño Jesús, así que él y los hermanos de Predis no tuvieron más remedio que empezar una copia. En cuanto a sus reuniones filosóficas, tiempo atrás interrumpidas debido a la marcha de Cecilia Gallerani, ya no le procuraban esos momentos de sosiego intelectual. Varios cuadernos abarrotados con observaciones sobre la copulación ofrecieron a Navekhen una idea de la que seguramente era la pobre vía de escape del florentino.

Alguna que otra vez, sin embargo, la pluma se deslizaba por su cuenta y trazaba un dibujo poco ortodoxo sobre ese otro tipo de contacto físico, el que contravenía, según la Iglesia, las leyes de la naturaleza. Aunque tales deslices eran destruidos sin demora, ningún maestro estaba en posición de controlar a todas horas a sus alumnos... Y cuando el Salaì adolescente, el que estaba perdiendo la última inocencia que le quedaba —la sexual— posó los ojos en un par de ellos, aprendió algo muy instructivo sobre las apetencias de su maestro.

Aquella noche había sido larga y fructífera. La cama lo había llamado de madrugada, pasándole la factura de setenta y dos horas sin dormir. Bien podrían haber transcurrido diez minutos después de cerrar los ojos, no lo sabía; lo cierto era que los postigos filtraban una claridad débil, y que la luz no era lo único que se había colado en la habitación. Una silueta familiar se alzaba ante él, con la audaz rodilla hincada en el borde de su colchón: el cabello castaño claro, el perfil tan característico, los iris que destellaban en ámbar... ¿O era verde? Por un par de segundos, su corazón dejó de hacer ruido, en la creencia de que un deseo largamente reprimido estaba cobrando vida. Cuando enfocó bien la vista y el sentido común, descubrió que el intruso no era otro que Salaì.

El torso del joven, despojado de su camisa, mostraba los primeros signos de una madurez incipiente. Más arriba, su mandíbula ganaba definición y audacia, aun conservando su encanto andrógino. Su expresión era la muerte de la candidez, la esencia del pequeño demonio asomando a través del bello rostro.

Giacomo —balbuceó.

Llevo tres días esperando que durmáis, maestro —su misma voz había ganado gravedad—, y preguntándome por qué os acostáis siempre solo.

El... templo del trabajo no es lugar para traer mujeres.

Aquí dentro no hay ninguna mujer.

No, aunque eso no explica por qué estás en mi... ¿Qué haces? —Detuvo los dedos que ya bajaban a desatarse los calzones.

Ayer en el Duomo el aprendiz del panadero se atrevió a preguntarme si era cierto que todos los florentinos eran sodomitas. Le rompí la nariz. Se la romperé a quien se atreva a insultarme con eso, pero si es con vos... Me trataríais mejor, ¿no? Mejor que a los otros asistentes. ¿Me pintaríais? —Intentó aflojar las ropas de Leonardo, quien tardó un instante en reaccionar y volver a detenerlo—. He visto vuestros dibujos, maestro. Sé que os gusto.

Aún eres un niño.

Os mostraré que ya he crecido ahí abajo.

Tomó la mano del adulto y la guió hacia su cadera. En medio de un súbito trance hipnótico, Leonardo pensó en su propia adolescencia, en las noches de sexo no buscado, aunque sí tolerado, con Andrea. Él se había jurado que nunca caería en la misma falta. Observó entonces las formas florecientes de Salaì, la piel desnuda, caliente bajo las yemas de los dedos, los ojos y labios invitadores. Besar esa carne, y abrazarla, y derramar cuanto tenía en ella. ¿Desde cuándo no se dejaba vencer por la tentación? Era tan hermoso...

Mareado, tragó saliva y sujetó las muñecas del chico.

Giacomo, cúbrete. Y no vuelvas a hacer esto, te lo ruego. Eres... muy preciado para mí, pero no de esta...

Mentís. Me miráis, lo sé, queréis lo que únicamente yo puedo daros.

Sal. —Giró la cabeza—. Ve a preparar los colores con Marco, según te enseñé. Hoy tendremos muchos quehaceres.

La incredulidad del muchacho se trocó en indignación y despecho. Aferró su camisa, caminó a zancadas hasta la puerta y la cerró a sus espaldas con tanta fuerza que derribó un candelabro. Leonardo habría suspirado de alivio, de no ser por las punzadas que empezaron a aguijonear su pecho y su vientre. Tras comprender que no habría manera de volver a conciliar el sueño, se levantó, abrió los postigos del fondo y dejó que la luz del amanecer lo cegara por un momento. Luego llenó el barreño y se desvistió.

El agua fría derramada sobre su cuerpo no consiguió calmar lo que Salaì había despertado. La mano izquierda se le desplazó de forma involuntaria hacia el abdomen, y de ahí a la ingle, rozando con timidez la fuente de su ansiedad. El anhelo de calor no podía ser un pecado tan horrible. Y, si lo era... Si lo era, quizá estuviese condenado, porque deseaba a ese joven diablo con toda la intensidad de su cuerpo de veinte años y su mente de cuarenta y dos. Una nueva pasada, un nuevo estremecimiento... La vergüenza, resbalando y estrellándose en el fondo del barreño junto con las gotas de agua...

Apretó el puño y se golpeó el muslo con rabia. Entre espasmos de dolor, vertió lo que quedaba de la jarra sobre su cabeza. Oyó sus jadeos en la atmósfera silenciosa, suspendidos en el aire igual que una nube de polvo en un rayo de luz. La luz... Al poco, su atención fue atrapada por los diminutos destellos en la humedad. Alzó la mano ante la ventana. Al atravesarla, el intenso sol tiñó de rosado su silueta, la carne y la sangre, salvo las partes que correspondían a los huesos. Si tuviese una fuente de luz lo bastante poderosa para atravesar un cuerpo, pensó, podría observar su interior sin necesidad de violentarlo. Abrió y cerró los dedos, filtrando la claridad que hería sus pupilas. Una máquina para ver el corazón. ¿No sería extraordinario? El deseo sexual quedó aplacado por un momento. Una pequeña sonrisa aleteó en sus labios.

Leonardo ignoraba que un espectador invisible había espiado su encuentro con Salaì, su arrebato lascivo y su estallido de ira. Los ojos ocultos registraban entonces la sorprendente suavización de sus facciones, la belleza de aquella figura desnuda a contraluz que sonreía al hacer bailar el sol entre sus dedos. Sorprendente, tal vez, para alguien ajeno al carácter del artista; para los pocos familiarizados con los mecanismos de su pensamiento, la reacción era evidente y natural: mente sobre cuerpo, el placer del intelecto sobre el de la voluptuosidad. Con todo, qué difícil era, en ocasiones, separar los dos mundos. En especial cuando ambos convergían de forma tan... radiante en una persona.

Leonardo. —El rostro cautivado de Neudan se materializó en el otro extremo de la habitación.

Neudan. —El florentino buscó un lienzo para taparse. Dado que no había ninguno a su alcance, salió con calma de la tina y vistió su camisa. No tenía sentido ser modesto con alguien ante quien había lucido la entrepierna en su primer encuentro.

Lamento mi falta de tacto.

¿A estas alturas? —Rio con suavidad—. En absoluto. ¿Llevabas ahí mucho tiempo?

Yo...

Intuyo que sí. Habrás visto mi patético proceder con un adolescente que a duras penas me llega al hombro. Y mi posterior...

Leonardo —recorrió a zancadas la distancia que los separaba—. También soy un hombre. También... sé lo que es estar solo. Y tú no tienes por qué estarlo, eres atractivo y talentoso.

Olvidas que mi cultura no es tan tolerante. Dejando eso de lado, no es tan sencillo. Es muy difícil intimar con alguien ante quien no puedes revelarte tal cual eres. Guardo demasiados secretos, Neudan, siento que engaño a todo el mundo. Tú, al menos, no has de fingir con tus compañeros.

Compañeros que no confían en mí.

Yo siempre lo he hecho.

Ni una columna de sol pudo imprimir más calidez a su sonrisa. Neudan recordó aquella primera reunión en la casa abandonada, el impulso que lo atrajera al joven terráqueo de asombrados ojos azules. Nada había cambiado en ellos, salvo la sabiduría ganada con los años.

Él también era más sabio. Y más audaz.

Si confías en mí, y no has de fingir conmigo —susurró, inclinándose hacia su boca—, ¿no está la solución ante nosotros?

Apenas saboreó sus labios antes de detenerse. Porque, aunque los pies de Leonardo seguían clavados en el piso, y su pecho cubierto por una camisa húmeda estaba a su alcance, el pequeño movimiento de retroceso del artista no le pasó inadvertido. Y ya no podía achacárselo a la timidez, o a la inexperiencia, o a una mera distracción: el deseo no era mutuo. La soledad debía ser más llevadera que una pareja equivocada. Neudan se separó, despacio, borró cualquier expresión que delatase su dolor y salió de la estancia sin pronunciar una palabra.

Leonardo permaneció allí un largo rato, sobre el charco creado por el agua de su baño. Alguien de confianza, con quien no era menester fingir, amable, guapo... Había rehuido a un niño, sí, pero también a un hombre perfecto, en más de un sentido. ¿Por qué?

El sabio maestro Da Vinci, que tantas respuestas tenía para todo, no supo darse una a sí mismo.







Los ojos ocultos del espectador invisible observaron al florentino hasta que uno de sus asistentes golpeó la puerta para reclamarlo en el taller. Lo vieron vestirse, salir a toda prisa..., y solo entonces se permitieron acercarse a la ventana abierta de par en par. Bajo la luz del sol, brillaron como dos esferas de ámbar.







***







Cuando realices la figura, piensa bien en quién es y en lo que deseas que haga. No se eligen modelos al azar, cada uno refleja la apariencia y la naturaleza de aquel a quien representa. Y tampoco se los coloca en una pose cualquiera; la composición, los volúmenes... Todo ha de contribuir a contar la historia, de suerte que el resultado final sea el más equilibrado y atinado que tu talento pueda producir.

¿Y por qué no estoy yo entre estos dibujos, maestro? ¿Quién voy a ser?

Eso es todo lo que te interesa, ¿eh, Salaì? No estás porque ya sé muy bien tu papel en la obra. Serás Juan, el apóstol favorito. —El muchacho se infló como un pavo—. Anda, recoge los esbozos que has desordenado.

Y este, ¿quién es? Es guapo.

Será el apóstol Felipe.

Pero ¿quién es el modelo? Me has explicado que todos son hombres que conoces. Quiero ver a este tan guapo de cerca.

Vas a ver el trasero de un caballo muy de cerca si no haces lo que te digo. Con un cubo y una pala. Y vas a dormir en el establo. ¡Vamos!

Supervisó al fastidiado Salaì mientras apilaba cuadernos y retratos. Había docenas sobre la mesa, varones de diferentes edades y actitudes, algunos dibujados en varias posiciones: eran los estudios para su fresco de la Última Cena. Tomó la hoja superior de la pila, la que había llamado la atención de su aprendiz. En ella estaba representada una cabeza tan bella que no parecía copiada de un hombre de carne y hueso. Era comprensible que Salaì se sintiese atraído por el modelo, aunque su comportamiento estuviera provocado, en parte, por un infantil propósito de dar celos a su maestro; desde aquel episodio en su cuarto, la coquetería y la provocación del muchacho no habían hecho sino aumentar. Interesado o no, su cumplido era merecido, pues el joven del boceto era Neudan y la única libertad que se había tomado al plasmarlo era alargar la longitud de su cabello. Al mirarlo siempre sentía una punzada de culpabilidad, no solo por el incidente sino también por haberlo pintado sin consultarle. Puede que ese fuera su estilo retorcido de pedir disculpas.

El encargo era grandioso, una pared completa del monasterio dominico de Santa Maria delle Grazie. Y el interés no era exclusivo de los religiosos, sino del duque en persona, lo que lo convertía en una cuestión de estado. Todos los días acudía al refectorio del monasterio y escrutaba la obra desde el otro extremo de la estancia para evaluar el trabajo de sus colaboradores, Marco da Oggiono y Gian Antonio Boltraffio, o bien trepaba al andamiaje, aprovechando la soledad, y echaba a volar los pinceles. A veces pintaba durante horas, a veces se contentaba con dar un par de pinceladas... y otros días no hacía más que mirar, como si ese proceso de creación de su mente no generase bastante energía para mover sus manos.

Aquella mañana no faltó a la cita, después de dejar a Salaì. Su primera intención de avanzar con las figuras se convirtió en una de esas jornadas reflexivas en las que sus ojos no veían rostros, sino figuras geométricas y proporciones, y el pincel giraba distraídamente entre sus dedos en lugar de hundirse en los colores; una de esas jornadas que despertaban las iras del padre prior, siempre dispuesto a calificar de vagancia su inmovilidad. Aprovechando que la paz reinaba en los alrededores, se dejó caer en la plataforma de madera y meditó.

El eco de unos pasos aproximándose no lo sacó de su ensimismamiento. Nada lo hizo, hasta que la estructura donde se apoyaba crujió bajo el peso de un nuevo ocupante. Al distinguir a Draadan en ropas de civil, Leonardo apartó sus utensilios y palmeó el espacio libre a su lado.

Saludos, supervisor. ¿Cómo han dejado entrar al mercader Daniele en este santo espacio de oración?

Liras. —Tras considerarlo, se apartó la capa y se sentó junto al artista.

Podrías haber venido de incógnito. ¿O es una de esas ocasiones en las que te gusta cultivar tus contactos? Si te envían a comprobar si me ha poseído el espíritu de Eal, aún es pronto para decirlo. Queda mucha pintura por delante.

Esperaré a que esté lista. —Se produjo uno de esos silencios que ya no los incomodaban, durante el cual Draadan se limitó a estudiar el mural. Al rato, señaló al frente y murmuró—: Has pintado a Neudan.

¿He hecho mal? Aún puedo transformarlo.

No creo que sea relevante. Ignoraba que se hubiese prestado a ello.

Confieso que no le he preguntado. Lo cierto es que... no hemos hablado mucho durante los últimos tiempos.

tampoco, entonces.

Resopló casi imperceptiblemente y siguió descubriendo los detalles prodigiosos de la obra. Leonardo lo miró por el rabillo del ojo, esforzándose por distinguir si aquello era un intento de conversación coloquial. Habría sido la primera de su vida. Con el tiento de quien se mueve despacio para no espantar al pájaro de la rama, preguntó:

¿Aún no lo has perdonado?

No tengo nada que perdonarle, nada que él recuerde ni yo pueda echarle en cara. Quizá no habría debido mantenerlo al margen. Si se hubiese implicado más, nos habría sido útil para localizar a Eal. Lo conocía mejor que nadie; mejor que yo, desde luego.

La desconfianza es una reacción lógica a la deslealtad. No creo que tengas que reprocharte nada.

has llegado a convertirte en un buen amigo de Neudan. Según tu criterio, ¿es digno de confianza?

Yo diría que sí.

Pero no lo suficiente para que intimes con él. —El florentino se sobresaltó, si bien se las arregló para conservar la calma. No tenía sentido pretender que no sabía de qué hablaba—. ¿Puedo preguntar por qué?

Porque... Porque, como bien dijiste hace mucho, vuestra estancia aquí es provisional y mis días son limitados. Mantener una amistad es menos gravoso que ir más allá y no interfiere con nuestras tareas.

Has dudado al responder.

Lo que he dicho no deja de ser cierto.

Incluso yo permití que me cegaran los sentimientos personales hacia Eal en esta historia. No digo que no seas sincero, es solo que me cuesta aceptar que...

¿... que un terráqueo sea igual de sensato que tú? —Esbozó una sonrisa. Esperaba un contraataque a su comentario audaz... que no se produjo.

No es obra de Eal, ¿verdad? Tu carácter, quiero decir. Ese trance que experimentas cuando transmites sus mensajes no te sobreviene en ningún otro momento, ¿no? Este retrato de Neudan es enteramente fruto de tu deseo de plasmarlo.

Podría haber sido tuyo. Tu pelo se ondula con gracia cuando no lo llevas atado y tirante.Para no abusar de su suerte, añadió—: No te preocupes, jamás me atrevería a robar tu imagen ni a importunarte para que poses. Sé que estás por encima de esas cosas.

La charla fue interrumpida por la llegada de un fraile con un mensaje. Leonardo dijo adiós a Draadan y se dirigió a los establos. Al montar en su caballo mallorquín lo invadió una sensación dulce y acerba, la misma que experimentaba cuando iba a ver su ornitóptero y se preguntaba por qué nunca encontraba un rato para terminarlo.






***






Completar el mural le tomó mucho tiempo, mucho más del que cualquier patrón hubiese querido consentir. Y así como puso a prueba la paciencia de Ludovico, acabó por completo con la del prior de Santa Maria delle Grazie, quien acosó al artista cien veces y apeló directamente al duque otras cien. Por fortuna para Leonardo, su protector valoraba su ingenio y solía tomarse a broma estos enfrentamientos. En el último, y más recordado, el religioso acusó al artista de su escaso avance en la pintura y demandó una fecha inamovible para su finalización. Leonardo arguyó que no era culpa suya si no daba con un modelo apropiado para Judas, pero que, si tanta era la prisa, «siempre podría usar la cabeza de ese impaciente prior». Ludovico aún contaba la escena semanas más tarde, entre carcajadas.

Por exasperante que hubiera sido el proceso, sus frutos merecieron la pena. Viajeros de toda la península acudieron al monasterio y admitieron que jamás se había visto antes una Santa Cena tan espectacular, inspiradora, innovadora y bien ejecutada. El prior olvidó sus rencillas y se hinchió de un orgullo poco cristiano al mostrar su nueva joya ante un público ilustre. Ludovico quedó muy satisfecho al poder lucir los blasones de su familia sobre tan magnífico escenario. Tanto fue así, que le regaló un terreno con viñedo fuera de la muralla, en la salida de la Porta Cervellina. Por vez primera, Leonardo poseyó una casa a la que pudo llamar suya, y un espacio en el que pasear y hacer crecer las plantas, su propio jardín.

Llovieron los encargos, la mayoría de poco interés dado que no le presentaban ningún desafío. Fue la nueva petición de Ludovico, la única que no podía rechazar, la que lo llevó de vuelta a la planta baja de la torre nordeste del Castello Sforzesco, allá donde iniciara su relación con Cecilia Gallerani. Después de tantas críticas a su austera decoración, al fin le había sido concedida carta blanca para convertirla en algo digno de su protector.

Y, entretanto, un pequeño grupo de visitantes analizaba el mural ya concluido a través de una pantalla en el piramidión.

No soy un experto, pero parece complicado subirlo a la mara estratificadora —ironizó Draadan.

Gracias por señalar lo obvio. —El Primer Biólogo no se inmutó—. Presentadme alguna alternativa.

Estamos trabajando en una versión portátil, Shaal-mekk —se apresuró a decir la acólito del Primer Ingeniero mientras ejecutaba un informe sobre la obra y el dispositivo adaptado—. Un par de pruebas y la tendremos lista.

Un momento. —Draadan leyó a velocidad pasmosa las notas de los dos ingenieros—. Este aparato no garantiza al cien por cien la integridad de la pintura. Aquí dice que las microondas sin receptáculo contenedor pueden debilitar la cohesión de las capas de pigmento. Ya quedó destruido un trabajo.

Sugieres que no llevemos a cabo el procedimiento por temor a perjudicar una decoración terráquea —profirió su superior, con desprecio—. Estás pasando demasiado tiempo allí abajo.

Sugiero que, quizá, el Vértice y el segundo nivel deberían minimizar los daños colaterales que el miembro fugado pueda causar en su huída. Se llama responsabilizarse de nuestros actos.

Draadan —intervino la ingeniera antes de que la atmósfera se espesase más—, te aseguro que no queremos repetir el error y hemos ajustado el dispositivo al milímetro. No existe garantía completa, cierto, aunque eso se debe, en parte, a la técnica pictórica empleada. Da Vinci... el sujeto es un pintor lento, no de frescos, así que ha usado pigmentos al óleo y al temple sobre un fondo de sustancias adherentes. El deterioro se va a producir con o sin nuestra intervención.

Espero que haya quedado claro. Vosotros, actuad a la mayor brevedad —ordenó el Primer Biólogo—. Y tú, Draadan-dabb, no te excedas en el cumplimiento de tu deber. No queremos que se repita lo que ocurrió en anteriores misiones.

Al aludido le costó más que nunca mantener el tipo ante el comentario. Dado lo mucho que odiaba exponer sus emociones, se apartó del grupo a toda prisa, procurando ocultar la repentina tensión de sus puños apretados.

Como resultado de este enfrentamiento, no se implicó en el examen de la Última Cena con la intensidad de anteriores búsquedas. El informe que recibió de lo hallado en la pintura fue impreciso, una vaga referencia a modificaciones en las cápsulas de regeneración y en las nanomáquinas que mejorarían las capacidades de los tripulantes. Aunque le chocó que el Primer Ingeniero hubiese realizado ese tipo de estudios, no le concedió más importancia; el dato quedó sepultado en las profundidades de su subconsciente.







***









Tras un febril día de jugar con todos los posibles tonos del violeta, Leonardo se frotó una pequeña mancha de la nariz y bajó del andamio. Dejaba a medio hacer un arbusto cargado de moras —alusión a su protector, apodado Il Moro—, que crecía en medio de la arboleda más fantástica y lujuriante que podría concebir la imaginación. Influenciado por las plantas de su querido jardín, había tomado las bóvedas, relieves, piedras y nervaduras de la planta baja de la torre y los había convertido en árboles con las raíces hundidas en terreno rocoso, cuyas ramas entrelazadas componían patrones fabulosos. Y verdes, verdes brillantes por doquier... Cuando los ventanales abiertos dejaban pasar el viento del norte, era como caminar bajo el techo del bosque y sentir la brisa tamizada por un batallón de troncos artísticamente dispuestos. Artificios para resguardarnos de la naturaleza, y más artificios para imitarla, pensó, saboreando la desconcertante contradicción del ser humano.

Fuera ya había oscurecido. Precedido por un sirviente a cargo de iluminarle el camino, Leonardo se dirigió sin prisa a los jardines exteriores, la mente tan perdida en ensamblar engranajes inspirados por sus diseños que casi chocó con una alta figura envuelta en brocado. Al detenerse para ofrecer una disculpa automática, se encontró con un rostro familiar al que no había vuelto a ver en mucho tiempo: Irene Gregori, la asidua a las reuniones de Cecilia Gallerani. Sus facciones no habían perdido belleza ni encanto. En nada extrañó al pintor que siguiera estando solicitada entre los muros del Castello Sforzesco.

Maestro Da Vinci, qué sorpresa hallaros aquí a estas horas. —Estudió los rasgos del florentino, avejentados por la tecnología de los visitantes—. Ya veo, una diminuta mancha de pintura y más canas venerables. Seguís siendo el mismo, salvo que vuestra respetabilidad se ha multiplicado por diez.

Queréis decir mis arrugas, vuestro gesto os delata. Por vos, en cambio, no pasan los años. —Pidió al sirviente que le dejase el farol y lo mandó de vuelta—. Aún recuerdo cuando...

La luz de la candela cayó sobre las sombras a espaldas de la mujer y reveló que iba acompañada. Leonardo contuvo una exclamación. Después de toda una vida pensando que Draadan era el hombre más alto que había conocido, ante él se alzaba uno aún mayor, con las anchas espaldas disimuladas por una capa negra. Su mirada se vio atraída al instante por sus rasgos hermosos y nobles, más apropiados para un ángel guerrero que para un ser humano. Era su melena cobriza lo único que contradecía esa apreciación; el vivo fuego de su cabello y los iris verdes le habrían granjeado, a ojos de cualquier inquisidor, un lugar entre las filas demoníacas.

Una dama no debe salir sola de noche —se burló Irene—. Es mi... guardaespaldas, maestro.

Por supuesto. Soy Leonardo da Vinci, ingeniero, arquitecto y artista al servicio del duque —se apresuró a presentarse el florentino—. ¿Vos sois...?

Verorrosso —masculló el aludido al cabo de unos segundos. Al contrario que Leonardo, no parecía interesado.

Un apodo, presumo. ¿Y vuestro nombre?

Verorrosso no necesita otro nombre —intervino la mujer—. Ni es aficionado al arte, me temo. Es un jovenzuelo de gustos poco refinados incapaz de apreciar la belleza.

Sonaba fuera de lugar llamar a aquel gigante jovenzuelo, pero lo cierto era que no representaba mucho más de veinte años. Leonardo se preguntó si no se sentiría ofendido por los insultos.

Echo de menos nuestras veladas —manifestó, para cambiar de tema—. Ah, bueno, supongo que todos nos hemos cargado con otras ocupaciones. ¿Os volveré a ver en breve, signora Gregori?

Como bien habéis dicho, mis momentos de ocio son escasos en estos días. No obstante, confío en que así sea: no olvido que todavía me debéis un retrato.

La dama se despidió, llevándose con ella a su notable guardaespaldas. Leonardo se los quedó mirando un buen rato, aún fascinado por el encuentro. Desde que recogiese a Salaì no había vuelto a experimentar un impulso tan fuerte por capturar a alguien en un lienzo. Y no era la hermosa Irene quien lo atraía, no, sino aquel joven pelirrojo, ángel o demonio —y de nuevo la clásica dualidad—, en quien tan poca atracción habían despertado sus habilidades. Navekhen diría que empieza a distinguir un patrón en mi estupidez, ironizó para sí mientras abandonaba los muros del castillo.







Aunque no olvidó a la extraña pareja, otros muchos asuntos —la decoración de la sala, un tratado sobre pintura, ilustraciones para varias obras del matemático Luca Pacioli— lo mantuvieron atareado durante las semanas siguientes. Cierta noche, decidido a dar uso a un astrolabio prestado por Pacioli, salió de la ciudad por la puerta norte y buscó un terreno elevado. El lugar y la claridad del cielo eran óptimos para observar las estrellas.

Tras ajustar el astrolabio y realizar algunas mediciones, sus ojos parpadearon, dejaron de centrarse en el punto de mira del instrumento y se enfocaron en la bóveda estrellada. Allá donde no debiera haber sino negrura, sobre una red de puntos plateados, se recortaba la silueta de una pirámide invertida. Los rectángulos oscuros semejantes a ventanas, el vértice que dejaba ver a través, la semiesfera de la cara superior... Debía ser el navío de los visitantes, era absurdo pensar otra cosa. Sin embargo, ¿cómo había llegado allí? ¿Cuándo? Y había otros detalles que lo desconcertaban. La forma de los ventanales no era la que recordaba, estos se le antojaban más estrechos. Quizá se debiera a que contemplaba una cara diferente, pero el piramidión... Su memoria evocaba más superficie cristalina, más cielo concentrado en el culmen invertido de la estructura.

Abstraído con el hallazgo, no se percató de que tenía compañía hasta que esta aterrizó ante él. Ni la pirámide flotante, ni su tripulación inmortal, ni la ciencia que le impedía envejecer... Nada lo preparó para aceptar sin inmutarse al caballero alado que, espada en ristre, cayó de lo alto y trató de adoptar una pose defensiva. Apenas tuvo oportunidad de estudiar las inmensas alas que se extendían a ambos lados de su espalda desnuda; tan pronto aterrizó sobre una maltrecha rodilla, la carne las absorbió como si nunca hubiesen estado ahí. Y no fue demasiado pronto: un segundo guerrero mitológico, aún más impresionante que el anterior, tomó tierra a su costado, estiró el brazo izquierdo y flexionó el derecho como si tensase un arco invisible. El proyectil de luz que brotó de sus dedos golpeó y aturdió a su víctima, haciendo que aflojase el agarre de su arma. Luego desenvainó su poderosa espada bastarda para concluir el trabajo, sin molestarse en replegar sus propias alas. Poca batalla pudo presentar su oponente. Un par de mandobles feroces terminaron de arrancarle la hoja de las manos, otro atravesó su corazón y vació su vida en escasos segundos.

Cuando el arma asesina regresó a la vaina, su propietario echó una ojeada al testigo que había asistido a la escena. Los ojos azules del artista, fijos en los suyos y casi fuera de las órbitas, obraron el milagro de alterarlo mucho más que el crimen recién cometido.

Me ves —murmuró el guerrero, ronco—. Puedes verme. ¿Por qué? ¿Acaso eres también mi enemigo?

El florentino no fue capaz de articular palabra. A todo ese cúmulo de portentos se sumaba, además, el hecho de que ya conocía a aquel hombre: más demonio que ángel, con su melena roja y las manos cubiertas de sangre, no era otro que Verorrosso, el guardaespaldas de Irene Gregori.

Antes de que ninguno de los dos alcanzase a mover un músculo, tres triángulos purpúreos se materializaron en torno a Leonardo, rotaron a toda velocidad y se lo llevaron.



 


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