2017/07/17

EL DON ENCADENADO I: Rojo, negro y plata



PRIMERA PARTE




I: Rojo, negro y plata




Existían ventanas apropiadas para esconder secretos y otras hechas para brillar bajo el sol del verano. En el ala este de cierta mansión noble había un ventanal inmenso. Las decenas de vidrios emplomados de sus hojas cerradas filtraban una bella claridad, pero la parte superior, abierta de par en par, dejaba entrar la luz a raudales. Encerraba en un marco amarillo al diván cubierto con una tela blanca que alguien había arrastrado a sus pies.
Un elfo descansaba con completa indolencia sobre este. Era joven —a duras penas había abandonado la adolescencia—, aún de pequeña estatura y con la complexión ligera de quien no se había ejercitado asiduamente con las armas. Poseía, no obstante, un rostro muy hermoso, enmarcado por la más asombrosa melena roja rubí. Aunque por lo general le caía hasta la parte baja de la espalda, ahora estaba esparcida, a la manera de un halo de fuego, alrededor de sus hombros. Tan grande era el contraste de los mechones carmesíes sobre la tela blanca como inadvertida pasaba la piel pálida de su torso desnudo, lisa y libre de marcas o cicatrices; la complexión habitual de todos los dotados.
El elfo tenía los ojos cerrados y una expresión relajada. Se diría que disfrutaba del momento, por más que la línea de sus labios fuese recta y severa. Solo rompían la placidez de alabastro de sus facciones los trazos de sus cejas y sus sedosas pestañas, de un rojo similar. No llevaba otra cosa que las calzas; un par de botas yacían a un lado del mueble, junto con su camisa. Al igual que el ventanal, la suya era una figura hecha para resplandecer.
No imaginaba que alguien lo estuviera observando. Otro elfo se había introducido de puntillas en la habitación, aprovechando la multitud de telas que cubrían el resto del mobiliario, las alfombras y las cortinas para amortiguar el sonido de sus pasos. Al estar en medio de una remodelación, las estancias de aquella ala eran un escondite excelente. Su plan había sido sorprender al joven del diván con un buen susto, pero al verlo así había cambiado de idea; o, más bien, se había quedado boquiabierto, porque era la primera vez que lo contemplaba bajo la luz del sol. Y no tenía palabras.
Caradhar...
El interpelado se incorporó del diván, movió el brazo para proteger su rostro y abrió los ojos, revelando dos círculos brillantes del mismo color que sus cabellos. Al comprobar quién había entrado, se relajó.
No te muevas. Quédate como estabas, por favor.
El pelirrojo volvió a tenderse con la mano haciendo de pantalla. El recién llegado se acercó y lo contempló hasta que percibió las primeras señales de impaciencia, hasta que mirar ya no fue suficiente. Enseguida se sacó las botas y se escurrió fuera de su propia camisa.
Has elegido un sitio curioso. ¿No entrará nadie? —preguntó Caradhar.
No quería estar en penumbra. Y merece... merece la pena. —El elfo colocó la rodilla en el diván, con cuidado de no bloquear la claridad que bañaba el cuerpo de su compañero, y se inclinó—. Mañana te habrás marchado a Elore'il, así que deseaba algo diferente. Te vas... La verdad, ya no me importa en absoluto si nos oye toda la Casa.
Posó la mano sobre el esbelto pecho, los ojos fijos en las dos areolas rosadas de sus tetillas. Su lengua, atraída sin remisión hacia esas únicas marcas de color en la piel del joven, se demoró un momento sobre ellas. Con todo, no se olvidó de que había lugares aún mejores de los que ocuparse, y las calzas de su compañero le estorbaban.
Se arrodilló y tiró con soltura de ellas para exponer el resto de su cuerpo. Un miembro hermosamente cincelado comenzaba a despertar, así que se aplicó a la tarea de alzarlo por completo. Tardó poco en tener éxito y hacer brotar del extremo una gota de líquido cristalino que la luz hizo centellear como una gema. Caradhar tembló, pero no le permitió que continuase, sino que lo forzó a tumbarse junto a él con un tirón de las sienes. Su lengua se hundió entre sus labios, su mano en sus pantalones. El elfo gimió dentro de su boca. Sentía la piel ardiendo y ya no distinguía si era por efecto del sol o de su propio deseo.




De las ciudades de los elfos, la más importante era Argailias, conocida por los humanos con el nombre de Ciudad Argéntea. El apelativo no derrochaba imaginación, pues las altas y estrechas torres del Distrito de los Nobles y las cuarenta y nueve cúpulas que remataban el palacio del Sennim, el príncipe, brillaban bajo la luz con un fulgor plateado. Durante las noches claras, los rayos de luna les arrancaban destellos argentinos que servían para guiar a los viajeros.
El Palacio de las Cuarenta y Nueve Lunas, morada del Sennim, había sido construido en el corazón de la ciudad. A pesar de la extensa parcela amurallada en la que estaba enclavado, no ocupaba una superficie muy amplia; la particularidad de la arquitectura élfica era su pretensión de llegar al cielo, no la de tocar los confines del continente. No existía otro edificio más alto ni más esbelto, ni obra mortal alguna que alcanzase a distinguirse desde más lejos. A su alrededor se extendían sinuosas sendas ajardinadas, estanques y macizos florales y, al otro lado del muro, las imponentes mansiones del Distrito de los Nobles —con sus ocultos y secretos jardines traseros y sus inmensos ventanales de vidrios emplomados—, dispuestas en círculos concéntricos. La proximidad al centro, así como la altura, marcaban el rango de las diferentes Casas.
Las avenidas engalanadas con los blasones y colores de cada familia desembocaban en el Distrito de los Mercaderes y las Instituciones Públicas, cuya profusión de calles, canales, puentes, paseos, plazas y demás elementos arquitectónicos imaginables planteaba un desafío a los desorientados viajeros ocasionales. Y eso suponiendo, por descontado, que hubiesen conseguido atravesar con éxito el auténtico laberinto exterior de viviendas y la sombría área de los bajos fondos, que los lugareños llamaban, con desprecio, la Zanja.
Casa Llia'res se alzaba en el segundo círculo del Distrito de los Nobles. Ni los tejados bajos exteriores ni las discretas líneas del aparato burocrático y comercial eran visibles desde sus ventanas: el paisaje estaba compuesto por una sucesión de cúpulas, torres y estandartes. Era aquel un panorama único que, sin embargo, no bastaba para conmover a Caradhar. Criado en la Casa prácticamente desde su nacimiento, las oportunidades de ver el mundo exterior habían sido escasas y muy valiosas. Para él, la belleza del corazón de Argailias no dejaba de ser una cárcel, una que no abandonaría jamás salvo para ir a encerrarse a otra jaula plateada. Era un dotado, después de todo.
Los escasos elfos nacidos con el Don eran considerados un bien muy preciado, y lo normal era que los plebeyos enviasen a sus hijos e hijas dotados a una u otra Casa. Desde una perspectiva objetiva, era un joven afortunado, ya que las particularidades de su sangre le habían abierto las puertas de una vida acomodada y una educación exclusiva a pesar de ser un huérfano. Había tenido acceso al laboratorio y la biblioteca de Llia'res, los centros del conocimiento de cada familia de la aristocracia. Se había dejado instruir en el arte de la lucha, aunque no mostrara una particular disposición para las armas, y en todos los otros campos indicados por sus tutores. El afecto de unos padres era una de las pocas ventajas que nunca había disfrutado, mas tampoco echaba en falta algo que no conocía. Ni sirviente, ni noble... Si acaso, lo único que seguía produciéndole desconcierto era la ausencia de línea divisoria clara entre sus pretensiones y sus limitaciones, puesto que ignoraba hasta dónde habría de serle dado progresar en la vida. En su aparente docilidad siempre había anidado un resquicio de ambición.
¿Cómo te sientes por tener que marcharte de Llia'res? —le preguntó su compañero de diván desde su espalda. Caradhar se encogió de hombros.
No siento nada en especial. Ya está decidido.
Siempre asumí que te dejarían ser miembro de nuestro laboratorio. Tienes habilidades y..., el favor de personas de importancia.
Caradhar era una cara muy conocida entre los alquimistas de Llia'res. Resultaba curioso que un chico que ni siquiera era un aprendiz, y un dotado, por añadidura, frecuentara un lugar vedado a extraños. Se murmuraba que todo se debía al encaprichamiento de cierto alquimista influyente que ya no se encontraba en la Casa. El elfo que en aquellos momentos abrazaba al pelirrojo era, él mismo, un oficial alquimista recién llegado al laboratorio, y ya estaba al corriente de algunos chismorreos. Poco le importaban; después de pasar semanas comiéndose al dotado con los ojos, este había aceptado al fin sus avances. Y ahora el señor de Llia'res, el Maede, había decretado que pasara a formar parte de una Casa del primer círculo, Elore'il. Era injusto, pensaba, injusto y decepcionante. Y al interesado ni siquiera parecía importarle.
Apuesto a que te hace feliz la posibilidad de visitar su laboratorio —continuó el oficial, con una sonrisa no exenta de amargura—. Dicen que es uno de los mejores. Apuesto a que seducirás a todos los alquimistas que se crucen en tu camino.
¿Hemos venido a hablar o a otras cosas? —lo interrumpió el pelirrojo, deslizando la mano por la cara interna de su muslo.
El alquimista calló. Iba a añadir «Apuesto a que no me echas de menos», pero se contuvo. Sonaba patéticamente sentimental y estaba seguro de que no iba a obtener respuesta. Con él siempre era así: un buen rato en la cama, poca conversación y ninguna sonrisa. Era mejor resignarse, concentrarse en el roce de aquellas manos que tan bien sabían lo que hacían, compartirlo un par de ratos, consciente de que no lograría retenerlo.
¡Caradhar! ¿Dónde estás? ¡Te están esperando! ¡Caradhar!
La voz de un desconocido resonó en la galería exterior. Cuando se oyó, a lo lejos, el sonido de la madera combándose bajo sus pasos, Caradhar saltó del diván. La última imagen que le dejó a su compañero fue la de su silueta a contraluz en ágil batalla contra las calzas, la camisa, las botas y la cinta que anudaba su melena. Acto seguido giró y abandonó el lugar a buen paso, sin lanzar ni una mirada atrás.



A Caradhar lo intrigó que un edecán de etiqueta le diese caza en la galería y lo urgiese a bajar a uno de los salones de audiencias. Más extraña aún fue la imposición de que ocultase sus ropas arrugadas bajo una levita de gala. Él no estaba acostumbrado a los formalismos, y por eso se sorprendió al entrar en aquella estancia y descubrir a una dama de categoría sentada en el sillón principal.
Olvidándose de las buenas maneras, estudió su majestuosa figura sin disimulo: la altura que lo superaba, la larguísima melena, de un color muy similar al de la suya, las facciones perfectas. Sabía quién era porque la había visto en una visita oficial, aunque la distancia no le había hecho justicia a su cautivadora presencia: se trataba de una antigua hija de Llia'res y ahora miembro por matrimonio de Elore'il, según atestiguaban sus aderezos de plata y las ropas con los colores rojo y negro de la Casa. Se preguntó si iría a convertirse en su dotado personal. ¿Qué otro motivo habría podido tener para entrevistarse con él? La perspectiva de pasar los próximos años junto a aquella belleza empezó a despertar su interés.
La dama no se irritó por su ausencia de modales. De hecho, mostró una ligera sonrisa y se entregó a su propio examen, que concluyó con una caricia junto a la comisura de sus labios. Bajo el roce de aquellos dedos, Caradhar se estremeció.
Hola, Caradhar. Sabes quién soy, ¿verdad? La Maediam Corail de Elore'il, esposa del Maede Killien. Llia'res ha sido lo bastante generosa para desprenderse de un dotado como tú y ofrecérselo a mi marido. Espero que el traslado de Casa no suponga un problema. Créeme, no lo habría pedido si no considerara que te aportaría muchas ventajas para tu futuro. —Caradhar enarcó las cejas. ¿Desde cuándo una noble le ofrecía explicaciones a alguien de su rango?—. Aunque tú no lo sabes, llevo interesándome por ti durante mucho tiempo y quiero tenerte conmigo en Elore'il a toda costa. Hay tantas cosas que deseo contarte... Pero no lo haré aquí, ni ahora, cuando se supone que estoy visitando a mis parientes. Nos veremos muy pronto, pues. Hasta entonces.
Una nueva caricia en la mejilla, el musical deslizar de su vestido sobre la alfombra... Caradhar no fue consciente de todo eso hasta más tarde, ya a solas. El imperturbable elfo, de ordinario inmune a la sorpresa y al asombro, acababa de hallar la horma de su zapato.


Para llegar a Elore'il todo cuanto había que hacer era cruzar una avenida y pasar el escrutinio de los centinelas. Imponentes con su librea, los soldados pertenecían a la élite militar de Argailias y sus habilidades apenas eran sobrepasadas por las de la guardia personal del Sennim. Aunque fue un viaje muy corto para un Caradhar que anhelaba ver el mundo, le permitió al menos descubrir las maravillas de aquella Casa del primer círculo cuyo prestigio no desmerecía ante ninguna otra.
Ya que era incapaz de competir en altura con el palacio principesco, la magnificencia de Elore'il descansaba en su belleza, en las estilizadas agujas que se estrechaban hasta rozar las Cuarenta y Nueve Lunas, en las ventanas y estatuas de plata, en las vidrieras abiertas en las torres y muros superiores. Ese entramado sutil de vidrio y metal convertía la parte alta del edificio en un prisma gigantesco que filtraba la luz y derramaba haces rojos, negros y plateados. Al traspasar el portón ya se hacía patente la genialidad de los constructores, pues pocas eran las zonas abiertas que no disfrutaban de esta iluminación natural. Y de qué manera... El espacio entre las escaleras dobles de la entrada se perdía en las alturas y destellaba bajo un mosaico de rayos solares coloreados. Ese día no le fue permitido recorrer el acceso principal y contemplar sus maravillas, pero incluso en las salas y corredores secundarios había diseminadas claraboyas que se prestaban claridad unas a otras en su escalada hasta las plantas superiores.
Aprovechando un alto del sirviente a cargo de guiarlo, Caradhar retrocedió por la galería que había estado siguiendo y empujó una puerta entreabierta. Tras cerciorarse de no llamar atención, se aventuró a espiar lo que había al otro lado, que resultó ser una sala circular muy bien iluminada y cubierta de frescos dispuestos en orden cronológico, como si contasen una historia. El joven no era un gran aficionado a ese tipo de arte. No obstante, al descubrir de qué trataba aquella narración sin palabras —una historia antiquísima y que ya conocía muy bien por haberla escuchado desde su niñez—, empezó a analizarla con curiosidad. La escena inicial representaba las tierras firmes conocidas —los bosques élficos al sur, los territorios humanos al norte— a la manera de un tapiz donde se entrelazaban miles de hebras de colores; un símbolo que cualquier alquimista principiante habría entendido, porque hablaba de las primeras leyendas sobre el origen de su oficio. Hablaba de magia.
Hubo un tiempo en que la magia era la fibra que mantenía unido el tapiz del mundo, según opinaban los eruditos. Cuando los hombres y los elfos se encontraron por primera vez, la magia era un talento que los recién nacidos heredaban, igual que la belleza, la altura o la resistencia a las enfermedades. Y los elfos se maravillaban de que unas criaturas de apariencia tan tosca como los primitivos humanos fueran capaces de tejer en el Telar —el nombre que ellos daban al arte de la conjuración— casi con idéntica soltura a la de los elegidos élficos. No era de extrañar; cuando los antepasados salvajes de estos, los Silvanos, abandonaron la penumbra de los bosques donde se escondían y aprendieron a comunicarse mediante palabras, a construir objetos útiles y a tejer vestiduras delicadas y poderosos hechizos, los humanos aún guardaban muchas similitudes con los animales, y la raza más antigua los evitaba. Sucedió, sin embargo, que los hombres hallaron su propia voz y descubrieron que el talento de la magia no les había sido negado. Y los elfos, que eran comprensivos y no habían olvidado sus propios comienzos oscuros, aprendieron pronto a tolerarlos: ya en la segunda escena se apreciaban a varios de estos, con sus orejas puntiagudas y sus cabellos de brillantes tonalidades, aguardando al borde de la arboleda a que un grupito de sabios humanos acudiesen a presentar sus respetos y solicitar consejo sobre el dominio mágico. Con el tiempo, del simple contacto en las fronteras se pasó a un relativo entendimiento entre ambos mundos, por más que nunca llegaran a mezclarse.
Los humanos gozaban de excepcionales condiciones físicas por entonces. Nada comparado, cierto, a la prodigiosa longevidad de los elfos. Estos solían considerar a los humanos como niños, carentes de la virtud de la paciencia y con vidas demasiado cortas para aprenderla. Puede que estuvieran en lo cierto, pero muchos hombres ya se sentían amenazados por esas criaturas de vidas mucho más largas que las suyas, y miraban con desasosiego a aquellos que eran capaces de tejer en el Telar. En la tercera escena se plasmaba la clara división entre los tejedores, rodeados de un halo de energía mágica, y los mortales carentes de saber arcano. La impaciencia y la desconfianza plantaron la semilla de la envidia entre estos últimos, en cuyas largas ramas fructificó el miedo.
Fue entonces cuando surgieron los primeros alquimistas, quienes rompieron la hebra del tejido mágico. Los humanos nacidos sin el talento, que no deseaban estar a merced de aquellos con los que la naturaleza había sido más generosa, buscaron reemplazar a la magia con medios mundanos. Imitando a las escuelas de magia, se abrieron gremios de alquimia en los que cualquiera podía acceder a un conocimiento que otorgaba poder..., siempre y cuando se contase con el oro necesario. El fresco correspondiente reproducía con minuciosidad los antecesores de los modernos laboratorios, sus ingeniosos instrumentos, sus pergaminos y la recién creada clase de estudiosos que prepararon el camino para el florecimiento de las nuevas disciplinas: biología, medicina, botánica, mineralogía.
No pasó mucho tiempo antes de que la orden de alquimistas se percatara del gran esfuerzo y tiempo que habían de invertirse para lograr cualquier avance, por pequeño que fuese, y que, a pesar de todo su empeño, no había pócima, preparado, bebedizo, ungüento o fórmula que alcanzase a competir en igualdad de condiciones con la energía primordial y básica de la magia. Y entonces, Maese Therendas sugirió lo que, durante mucho tiempo, fue dado a llamarse la Gran Blasfemia: la experimentación en personas con el talento.
El maestro Therendas, o Maese Therendas, tuvo la fortuna de trabajar a la sombra de hombres poderosos y la particularidad de ser persona de pocos escrúpulos. Según el retrato de aquel muro, no era un humano con cualidades físicas sobresalientes, si bien debía poseer las dotes de liderazgo necesarias para convencer a toda una comunidad de sabios. Albergaba la firme convicción de que solo usando especímenes con el talento podría la alquimia aspirar a igualar a su contrapartida arcana. Nadie recordaba, por fortuna, los horrores que en nombre de la ciencia llegaron a cometerse. De los primeros estudios realizados sobre cadáveres pronto se pasó a la utilización de sujetos vivos, y los experimentos conducidos sobre ellos llevaban, con excesiva frecuencia, al mismo desenlace, la muerte. Las escenas que narraban esos años aciagos, las más macabras de todas, habrían herido la sensibilidad de muchos espectadores; por suerte para Caradhar, él no se contaba entre los débiles de estómago.
Las actividades de Maese Therendas y sus seguidores se hicieron del dominio público. Aun cuando el número de los tejedores de hechizos nunca fue muy alto, estos aunaron esfuerzos y opusieron resistencia, dado que el alcance de la magia excedía en mucho al de una alquimia todavía en pañales. Figuras con halos de energía destruían alambiques, frascos de productos químicos, libros de fórmulas. Quizá hubiesen hecho estallar un conflicto sangriento de no ser por aquellos elfos que, privados del talento y seducidos por los prometedores secretos de la ciencia, renunciaron a sus tradiciones centenarias de veneración a la magia y se volvieron del lado de los alquimistas. Los primeros pares de orejas puntiagudas aparecieron representadas entre el personal de los laboratorios. Con la discordia morando en el corazón del mundo élfico, la balanza se inclinó hacia los fabricantes de pócimas.
La alquimia resultó ser ineficaz a la hora de desentrañar el misterio de la magia, pero de alguna forma se las arregló para asfixiarla. Maese Therendas, ya en su vejez, y sus seguidores, descubrieron que determinadas sustancias, administradas a personas con el talento, eran capaces de extirparlo paulatinamente hasta casi hacerlo desaparecer. La amenaza del dominio de una minoría de órdenes mágicas dejó de ser una realidad. Los halos dejaron de brillar entre los personajes de aquellas escenas.
El veneno que ahogó el talento pasó de la sangre de los padres humanos a sus hijos. Idéntica suerte se abatió sobre la raza de los elfos, provocando el cisma que devolvió a los tradicionalistas a la profundidad de los bosques mientras el resto construía ciudades para morar cerca de los hombres. El original mapa del tapiz transformó una gran extensión de bosque virgen en la gran Argailias, al borde de la frontera con el principado humano de Therendanar, bautizado así en honor al maestro. La alianza entre ambas potencias hacía temblar a los demás territorios. Una sucesión de escenarios de conflicto desfilaron ante los ojos rojos de Caradhar hasta desembocar en un último grupito de elfos Silvanos perdiéndose entre los árboles, cerrando así el círculo recorrido desde su salida inicial. Desde entonces los elfos vivieron vidas más cortas, aunque el último resto de magia de sanación conocido, el Don, sobrevivió en la sangre de unos pocos de ellos, a quienes se llamó dotados. En cuanto a los alquimistas, expandieron sus conocimientos y su poder a través de los años, convirtiéndose en la nueva élite. Maese Therendas ya nunca fue recordado como el responsable de la Gran Blasfemia, sino como el patrón de la ciencia.
Los delicados trazos del dibujo de una elfa dotada cuya sangre cerraba las heridas de un general atrajeron la atención de Caradhar. Aún más lo hizo el arco de piedra tallada que marcaba el acceso a otra área del edificio. Dada la temática de los frescos, ¿habría sido descabellado suponer que aquella entrada conducía a los laboratorios? Por desgracia para él, le fue imposible continuar con su vagabundeo; su guía en la Casa lo localizó y le pidió que no volviera a apartarse de su lado.



El dormitorio que le habían asignado tenía una ubicación poco convencional, entre los alojamientos de la guardia y los de los altos funcionarios. Su magro equipaje estaba ordenado en el armario. Poco tiempo tuvo para vestirse y acomodarse, ya que un nuevo edecán se presentó con órdenes de escoltarlo a las plantas superiores.
La Maediam Corail aguardaba en un salón al abrigo de oídos curiosos, con las contraventanas entornadas y algunos tapices que permitían el paso a muy poca luz. Aunque a Caradhar le chocó que la dama hubiese elegido aquel entorno en penumbra para recibirlo —debía ser la habitación más oscura que había pisado desde su llegada—, no hizo ningún comentario. Iluminada o no, a él le bastaba para examinar a su señora. Su vaporosa túnica roja y el cinturón de eslabones de plata le conferían una gracia aún mayor que la exhibida en su previo encuentro.
Bienvenido, Caradhar —lo saludó, con una sonrisa—. Siéntate aquí, a mi lado. ¿Puedo ofrecerte algo de beber? Y ahora, cuéntame: ¿que opinas de tu nueva Casa? ¿Te satisface tu alojamiento?
Es amplia y hermosa y mi cuarto está bien —respondió él, un tanto abrumado por las atenciones, las preguntas, y la proximidad de aquella belleza—. Si me informáis de cuáles son mis obligaciones...
Ya habrá oportunidades para eso. Primero quiero saber cosas sobre ti.
No entiendo, ¿qué hay que saber? Y, sea lo que sea, ya habrá llegado a vuestros oídos, o no me habrían permitido entrar en una Casa del primer círculo.
La sonrisa de la elfa se transformó en suaves carcajadas.
Eres joven, pero inteligente. Y bastante directo y deslenguado. Vamos, compláceme. ¿Qué tipo de vida has llevado hasta ahora? Y habla con toda franqueza, tienes mi permiso.
¿La normal de otros como yo? No tengo padres y Llia'res me acogió. Me formaron, me permitieron completar mi educación en el laboratorio. Era interesante.
¿Te agrada la alquimia?
Siempre quise ser aprendiz. En Llia'res y en el Gran Laboratorio de Therendanar afirmaban que tenía habilidades. Supongo que para un dotado eso está fuera de la cuestión. —Se encogió de hombros.
Estoy sorprendida, no es fácil para un no iniciado frecuentar los lugares de trabajo de los alquimistas. Me pregunto cómo lo hacías, teniendo en cuenta que ni siquiera nuestros oficiales tienen libre acceso a Therendanar. ¿Es de suponer que te conseguiste... amistades importantes?
El rostro de Caradhar se congeló en una mueca aún más fría. Era obvio que no le apetecía profundizar en ese tema.
Si lo sabéis, no veo la necesidad de preguntar.
No lo haré, pues. No deseo que te sientas incómodo. ¿Sabes, Caradhar? Somos dos extraños en una Casa que no es la nuestra, hemos de convertirnos en aliados. —La mano de Corail se posó sobre la del joven, casi al descuido—. En cierta manera, es responsabilidad mía que estés aquí, así que haré cuanto pueda para facilitarte las cosas.
¿Responsabilidad vuestra?
Mi matrimonio con Killien fue muy ventajoso para mí y para nuestra Casa. Por desgracia, ha faltado un detalle para colmar las expectativas de mi marido: un heredero. No sería una buena esposa si no tratase de complacerlo hasta que se produzca el... feliz acontecimiento, así que le pedí a mi hermano Larsires, el Maede de Llia'res, que te permitiera unirte a la Casa Elore'il en muestra de buena voluntad a su cuñado. Al principio se negó, ya que los dotados son muy valiosos y tú eres el más prometedor de todos, pero... Bien, digamos que soy una elfa persistente.
Entonces soy un regalo.
Ese es un término inapropiado para alguien que va a ver muy mejorada su posición. Piénsalo, estamos en el primer círculo y mi marido es primo del Sennim; nobles con tal rango se cuentan con los dedos de una mano. Tendrás los mejores profesores de arte, literatura y etiqueta, recibirás el mejor entrenamiento marcial...
Me gustaban mis visitas al laboratorio —afirmó, hosco y empecinado.
Querido, cualquiera puede convertirse en aprendiz de un laboratorio. Pero el hecho es que, cuando se tiene tu Don, hay que aspirar a lo más alto. El sitio de los dotados es junto al Maede; cuando hayas cumplido tu tiempo de entrenamiento, el Maede Killien no renunciará al privilegio de añadirte a su guardia personal. Entonces cualquier puerta te será abierta, incluida la del laboratorio.
¿Es cierto que es el mejor de Argailias? —Por primera vez, una pequeña animación brillaba en los ojos de Caradhar.
El Gran Alquimista de la Casa es uno de los mejores, de eso no cabe duda. La posición que ocupa mi marido no se debe solo a su parentesco con el Sennim, como pronto podrás comprobar —musitó. Había cierta tirantez en su voz al pronunciar estas palabras—. Ya te lo he dicho, completa tu entrenamiento y te será permitido continuar con tu formación alquímica, si es lo que deseas. Entretanto, haré que Nestro en persona se ocupe de ti. Es nuestro principal maestro de armas, y era parte de mi escolta cuando abandoné la Casa materna. —La dama hizo sonar una campana de plata. Al momento, la puerta del fondo se abrió—. Nestro, conoce a Caradhar, tu nuevo protegido.
El joven se volvió de inmediato hacia el recién llegado, un elfo alto y atractivo de penetrantes ojos oscuros cuya complexión y maneras gritaban su condición de guerrero. Llevaba una espada al cinto y la armadura con la librea plateada, roja y negra de Elore'il, cubierta a medias por una larga melena oscura suelta sobre los hombros. Al acercarse a ellos se hizo evidente que su interés en el protegido era superficial, mientras que la deferencia a Corail, en cambio, se apreciaba en cada gesto. Con gran delicadeza tomó la mano extendida de la dama y se la llevó a la frente, en un saludo a medias entre el respeto y la intimidad. Ante la mirada censuradora del caballero, que no aprobaba la confianza con la que ocupaba un asiento junto a la Maediam, Caradhar se pegó a la esquina. Ignoraba muchas cuestiones sobre el protocolo, incluyendo el hecho de que un maestro de armas jamás se tomaría la libertad de sentarse junto a sus señores.
Mi apreciado Nestro, este joven dotado pertenece a Llia'res, igual que nosotros, y es muy apreciado para mí. Confío en que pondrás todo tu empeño en hacer de él un miembro indispensable del séquito de mi marido.
Sabed que, por mi parte, seré el profesor más devoto —respondió el maestro de armas. Su voz se correspondía con la marcialidad de su aspecto, si bien estaba teñida con una chispa de vehemencia. Caradhar, que no era dado a percibir ese tipo de emociones, llegó a preguntarse si no habría algo más profundo entre ellos.
¿Le enseñarás también tus secretos mejor guardados? —La sonrisa de Corail desplegó todo su encanto.
¿En alguna ocasión os he desobedecido? Le enseñaré a... derrotarme, si es eso lo que pedís.
No tanto, amigo mío, no tanto. Me bastará con que haga honor a nuestra Casa.
Ya estáis al tanto de que mañana parto al norte para escoltar un despacho del Maede. Sus lecciones darán comienzo a mi vuelta, y ni un día más tarde.
¿Y qué he de hacer entretanto? —inquirió Caradhar.
Hablar cuando te pregunten, muchacho.
Oh, no seas duro con él —lo disculpó Corail, para suavizar el tono cortante de Nestro—. He sido yo quien le ha pedido que hable con franqueza. Caradhar, este es un lugar nuevo para ti y hay mucho por descubrir, aprovecha este pequeño paréntesis. Explora la Casa, conoce a sus habitantes, diviértete... Sí, diviértete cuanto puedas y de la forma que prefieras. Eres muy joven, la juventud hay que aprovecharla.
»Nestro, no quisiera que hicieses esperar al Maede Killien. Tú también, Caradhar, eres libre de marcharte por ahora. Te volveré a llamar muy pronto. Hasta entonces...
Sus dedos volvieron a acariciar la mejilla del dotado, tal cual recordaba este de su primer encuentro. Olían a flores de púrpura, aunque el joven no percibió el aroma, y eran suaves, con un roce más intenso del que cabría esperarse de una noble casada. Y sus ojos... Esos iris velados por largas pestañas rojas eran tan directos que habrían sumido en la confusión a cualquiera. Caradhar conocía esa mirada. Ya la había recibido muchas veces en su corta vida y siempre significaba lo mismo. Esperaban algo de él.
Mas no tuvo tiempo entonces de indagar qué era. Después de que él y Nestro se marcharan, cada uno por donde había venido, Corail volvió a hacer sonar la campana. Una doncella colocó un servicio de té de plata ante ella y se esfumó como si nunca hubiese estado allí. Cuando la taza tocaba sus labios, una voz profunda pronunció a su espalda:
¿Desde cuándo os han atraído tan jóvenes? ¿No es muy crío para que pretendáis seducirlo?
Ningún ruido —ni el de la puerta al abrirse ni el de sus pasos al acercarse— había delatado la presencia de un extraño. Aun así, la dama, que debía estar acostumbrada a tales apariciones, no se inmutó. Sin volverse siquiera, posó el recipiente en el plato y replicó:
No pretendo seducirlo, trato de ganarme su lealtad. Mi intuición me dice que será un aliado muy valioso en el futuro. Partidarios no me sobran en esta Casa, ya lo sabes.
¿Para qué lo necesitáis? Ya me tenéis a mí.
Tus... servicios han sido poco útiles en el asunto que nos traemos entre manos.
¿Y los suyos no lo serán?
Veremos. Tengo otros planes para él; planes que no son de tu incumbencia, por si pensabas preguntar. Eso significa dos cosas: la primera, que te abstendrás de escuchar tras las puertas sin notificarme, y la segunda, que garantizarás en persona la seguridad del muchacho.
¿En persona? Eso es imposible y lo sabéis. Mi sitio está con vos.
¿Acaso no soy libre de disponer de ti según convenga a mis intereses?
No. —La voz sonó forzada—. Me ocuparé de ello pero no directamente, se lo encargaré a otro. Responderé por él, si es lo que os preocupa.
Bien. No olvides que es muy valioso para mí.
Jamás he olvidado nada concerniente a vos, mi vaiam.
El silencio repentino reveló a Corail que volvía a estar sola. Con calma, continuó saboreando su taza de infusión.





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