2017/07/31

EL DON ENCADENADO III: Los brazos de un amante, los brazos de una madre





La Maediam Corail era una visión digna de contemplarse: el bello rostro reclinado en una mano perfecta, las mangas de finísima gasa que apenas velaban el bien torneado brazo, los hombros cubiertos por una multitud de pequeñas trenzas entretejidas con hilos de plata... En su presencia, nadie desaprovechaba la oportunidad de mirarla a placer, tanto como lo permitían las formas. De hecho, cuando Caradhar acudió aquella mañana a sus departamentos privados, Nestro ya estaba allí, dedicado a tan agradable tarea. No iba a reprochárselo. A pesar de la diferencia de edad, él mismo encontraba a aquella elfa irresistible.
Pero cuando el dotado se hizo notar, al maestro de armas no le costó nada volver la cabeza y darle la bienvenida con una sonrisa complacida. A diferencia de su primer encuentro, el muchacho no interrumpía nada; su presencia duplicaba el número de cosas hermosas que disfrutar en la habitación.
He aquí a tu pupilo, Nestro —dijo la dama, señalándole al recién llegado una silla—. ¿Sus habilidades marciales son dignas de tu maestría?
Lo serán cuando termine con él, os lo garantizo. Aunque he de decir que no carece de cualidades innatas para blandir la espada. —Nestro soltó una risita y sus ojos chispearon. Caradhar entendió al punto que no se refería a ese tipo de espada.
Celebro oírlo. Por mi parte, sospecho que todo lo que hace es anhelar los laboratorios de Llia'res.
Sobre eso no puedo hacer nada. ¿Es cierto, muchacho? ¿Prefieres rodearte de brebajes malolientes que...cruzar hojas conmigo?
No alcanzo a ver para qué me servirá.
Ya te ha sido explicado. Entre las obligaciones de la guardia personal del Maede está garantizar su seguridad.
Garantizar su seguridad... Ni siquiera he sido llamado a su presencia.
Oh, sé paciente. Mi marido no es amigo de pasearse en público, tendrás que aprender a ganarte su favor.
Me sorprende que Llia'res aceptase dejar marchar al chico —confesó Nestro—. Un pobre maestro de armas como yo es una cosa. Ahora bien, un dotado... Mi vaiam Corail es, sin duda, muy persuasiva.
Por supuesto, mi hermano también está interesado en mantener una buena relación entre las dos Casas. No sé si me estás halagando o censurando, Nestro. —Corail arqueó las cejas en fingido reproche.
Pongo mi cabeza a vuestra disposición si alguna vez me atrevo a censuraros, mi vaiam. —El maestro de armas la inclinó acto seguido, en un exquisito gesto de cortesía—. Sabed que sería el último en criticar esta o cualquier otra decisión que hayáis tomado en el pasado.
Caradhar asistió al intercambio de frases con curiosidad. La deferencia inicial de Nestro a la Maediam estaba ahora entrelazada con pequeñas alusiones a la debilidad que sentía por el dotado. Aunque prendía en él una chispa de satisfacción, le hacía asimismo preguntarse si la dama no habría de notar lo que sucedía entre ambos. A la salida, Nestro hizo una nueva reverencia y se llevó su mano a la frente.
¿Siempre de mi lado? —preguntó Corail.
Siempre.
Y, haciendo gala de una gran audacia, el elfo la retuvo durante un lapso de tiempo muy poco decoroso antes de despedirse. Al alejarse por el patio interior, el dotado le preguntó, en voz baja:
¿Os acostáis con ella?
El elfo de más edad parpadeó, tomado por sorpresa. Costaba trabajo acostumbrarse al carácter tan crudo y directo del muchacho.
Vaya, vaya, no nos andamos con rodeos —bromeó cuando recuperó la voz—. ¿Por qué? ¿Celoso?
No, es simple curiosidad.
Nestro le lanzó una mirada de advertencia.
La Maediam es muy hermosa, sí, pero también es una dama sobre cuya honorabilidad no se puede arrojar una sombra. Es mejor que recuerdes eso, Caradhar. Además... he de admitir, con cierto embarazo, que no frecuento otras camas estos días. Mis jóvenes muchachas acabarán por darme por perdido, ¿sabes? Tú agotas todas mis energías.
»Es por ello justo, supongo, que yo pretenda agotar todas las tuyas.





El brazo más estirado, la pierna más adelantada, la espalda más recta. Mal, mal, mal.
Dado que la noche estaba al caer, en la sala de entrenamiento solo había un puñado de elfos practicando. Todos eran novatos con sus mentores. Aquellos que disfrutaban la ¿suerte? de contar con su propio instructor personal recibían un entrenamiento más exhaustivo, pero los instructores tenían sus propias obligaciones que atender durante el día, así que las clases extras debían limitarse a los ratos en los que estos quedaban libres. Tal era el caso de Nestro y su apretada agenda de maestro de armas. Resultaba admirable que aún le quedasen ímpetus para dedicar aquellas veladas a su nuevo pupilo..., sin contar lo que solían hacer aún más tarde.
El elfo era un maestro exigente que no dejaba nada a medias. Si se iba a ocupar de adiestrar al joven, los dos se emplearían a fondo, y más habría de valerles a aquellos delgados brazos ser capaces de sostener una espada. Y durante semanas, y a pesar de las protestas de Caradhar, se cercioró de que así fuera.
Lanzas la estocada como un niño de pecho, así no atravesarías ni un pichón. He visto damas remilgadas en el comedor clavar el tenedor con más energía que tú. No, no, te lo advierto: si dejas caer la espada, la ira de los dioses no será nada en comparación con la mía. —La sala se fue vaciando mientras Nestro seguía gritando órdenes y haciendo comentarios sarcásticos—. No está mal esa pose, te alabaría el esfuerzo si fueses cojo y manco. Y ahora supongamos que conservas los dos brazos y las dos piernas...
El maestro de armas se acercó a Caradhar y corrigió algunos de sus fallos. Este casi dejó caer la espada ante la rudeza con la que su mentor lo sacudió.
Esto os encanta, ¿verdad? —masculló el dotado, la comisura de sus labios arqueada en una mueca cínica.
Nestro miró alrededor; solo quedaban ellos dos. Visiblemente más relajado desde su posición a la espalda del joven, con los dos brazos derechos estirados en paralelo, acarició la muñeca que sujetaba y deslizó la otra mano desde la esbelta cintura al vientre, introduciéndola bajo las ropas. Algunos cabellos rojos se habían soltado de la cinta y estorbaban el camino de sus labios hacia el cuello. Tras apartarlos de un soplido, besó y mordisqueó con pasión; la suficiente para dejar marcas rojas que desaparecieron enseguida.
Deberías probar a tutearme, al menos en privado. Y por supuesto que me encanta. Cuando empezamos te advertí que iba a hacer de ti un espadachín decente, y aquí —palpó el bíceps y los abdominales del joven— han brotado músculos que no estaban antes. Si me vas a colocar siempre en el extremo que recibe —la mano sobre el vientre se coló bajo la cintura de sus calzas— este es el único lugar que me queda para reivindicar mi fuerza.
Para satisfacción de Nestro, la respiración del dotado se tornó más agitada. Atrás había quedado aquella idealización suya de un Caradhar delicado al que podría manejar igual que a una de sus amantes. A veces se avergonzaba cuando rememoraba la forma que tenía de dominarlo en el lecho. Dónde habría aprendido aquel condenado chico todo aquello y por qué no le permitía hacerle lo mismo siquiera una vez, solo los dioses lo sabían. Jamás hablaba de sus anteriores experiencias; cualquier tentativa de sacar el tema desembocaba en un silencio hosco o una huida en toda regla. Bien, quizá algún día cambiara de idea. Esperaría.
Uh, ¿debo entender que la clase ha concluido por hoy? —preguntó el dotado, entre jadeos.
El brazo de la espada se rindió y la apoyó en el suelo. Nestro no respondió, sino que arrancó la cinta del pelo con los dientes y liberó sus cabellos, en los que sepultó el rostro. El aroma de los dotados era dulce, diferente al del resto de los elfos. Aspiró con deleite y lamió la piel de su nuca y de sus hombros.
Estoy cubierto de sudor. Deberías... ah... esperar a que tomase un...
¿A quién le importa? Hmmm... Así ya hueles y sabes mejor que nadie con quien haya estado, es increíble. ¿Qué clase de conjuro has tejido en torno a mí, maldito hechicero?
La mano dentro del pantalón aceleró el ritmo. La que sujetaba su brazo se deslizó hacia la zona por encima de los muslos y comenzó a juguetear a su alrededor, hasta que Cardhar lanzó un gemido ahogado y se estremeció. Entonces soltó el arma, que rebotó en la piedra con un estridente sonido metálico. Nestro aguardó unos segundos a que su respiración se calmara. Al sacar la mano húmeda de los pantalones, sonrió.
Has dejado caer la espada. Ahora tendré que pensar en un castigo ejemplar.


Era el lugar más extraño para un encuentro con un miembro de una Casa noble. Y, no obstante, allí estaba Caradhar, ante una puerta sucia y despintada en uno de los callejones exteriores de la Zanja. Por suerte para él, no había tenido que adentrarse en las entrañas de aquel laberinto de proscritos y criminales. Hasta el más temerario habría comprendido el peligro de acudir allí sin un guía local.
Tras comprobar que el puñal de su bota estaba en su sitio, golpeó según la señal convenida. La puerta se abrió al instante, desvelando un amplio recibidor, un corredor decorado con elegancia, una fina cenefa de frescos y candelabros de bronce. El contraste con la miserable fachada era tan notable que le costó creer que no se había movido de la peor parte de la ciudad. Fuera como fuese, el entorno no le ofreció ninguna pista sobre la identidad del misterioso dueño, así que se limitó a seguir a la silenciosa persona que le había franqueado la entrada; una elfa, a juzgar por su silueta bajo la túnica encapuchada.
Lo hicieron esperar en una pequeña sala sin ventanas ni tapices, aunque arreglada con idéntico gusto. La misma elfa de la puerta lo siguió poco después con una bandeja de bebidas. Llevaba la capucha bajada y Caradhar pudo contemplar su delicado rostro mientras le escanciaba una copa de vino. Extraño sitio para una chica bonita, pensó. Poco imaginaba que la otra ocupante de la vivienda estaría aún más fuera de lugar que ella: precedida por el susurro de la seda al deslizarse, la Maediam Corail en persona hizo su aparición en la estancia. El sorprendido Caradhar posó la copa y se levantó. Corail le regaló una de sus sonrisas de miel, tomó asiento junto a él en el diván de brocado y tiró de su mano para que la imitase.
Mi vaiam...
Mi querido Caradhar, me alegro de que hayas localizado la casa sin percances.
¿La nota en mi escritorio citándome aquí era vuestra? ¿Por qué? Esta zona es peligrosa.
Cierto, pero cuenta con una ventaja que no existe en Elore'il, la privacidad completa. Es mi escondite secreto, mi refugio. Aquí podremos hablar sin que nadie nos escuche.
Le ofreció de nuevo el recipiente. Al sujetarlo, sus dedos se rozaron, manteniendo el contacto el tiempo suficiente para que el joven notase la suavidad de su piel. Ella no pareció ofenderse; sus párpados cayeron de una manera que mostraba a todas luces lo cómoda que le resultaba tal intimidad. Ligeramente turbado por aquel ambiente, Caradhar lo vació y volvió a llenarlo. Aunque el alcohol no intoxicaba a los dotados y él ni siquiera podía saborearlo, seguía conservando la propiedad de infundir ánimos.
¿De qué queréis hablarme?
De muchas cosas. De tu estancia en la Casa, en primer lugar. ¿Te tratan todo lo bien que te mereces? ¿Eres feliz?
Caradhar le lanzó una mirada vacía, como si no entendiese por qué su señora habría de molestarse en hacerle semejante pregunta. Sabiendo que se esperaba de él alguna respuesta convencional, musitó:
Yo... supongo que sí.
¿Hay algo que eches de menos y que esté en mis manos ofrecerte?
Mis estudios de alquimia. Me dijisteis que tuviese paciencia pero ya han pasado muchas semanas y nada ha cambiado. De hecho, esta es mi primera salida autorizada de Elore'il desde que estoy allí.
¿Te sientes un prisionero?
Me gustaba acompañar a los aprendices en las visitas a Therendanar. Solo es una jornada de viaje.
Es natural que Elore'il limite tus movimientos. Eres un recién llegado, y demasiado valioso. Oh, mi pobre muchacho... —El roce sobre los dedos se trasladó a la mejilla. Para ello, Corail acortó distancias en el diván—. Te prometo que usaré mi influencia para conseguir que te envíen fuera muy pronto. Entretanto, procuraremos hacerte la vida más fácil. Aunque no todo ha sido tedioso, ¿no es cierto? He oído que Nestro y tú habéis desarrollado... cierto grado de proximidad.
¿Hay algún problema con eso? —inquirió un tenso Caradhar.
En absoluto, querido, si es lo que deseas. Cultivar la... amistad entre varones nunca ha estado mal visto en los círculos nobles. Siempre y cuando, claro está, se guarde un poco de afecto para las muchachas. ¿Te gustan las chicas?
Sí.
Me alegra oírlo. —Corail apartó una hebra rebelde del rostro del dotado y acarició su cabellera roja—. Y dime, ¿qué tipo de chicas te atraen?
Estaban tan cerca que sus rodillas se tocaban y el aliento cálido de la elfa bañaba sus labios. En medio de la oleada de señales, ante aquella mirada inequívoca, cabía una única interpretación: que ella lo deseaba y lo había atraído a aquel agujero apartado para tenerlo sin peligro de testigos. Caradhar estaba seguro. ¿Y por qué no dejarse llevar? Era cautivadora y hermosa, tan hermosa...
Cuando, ya sin más razonamientos, se inclinó y terminó de salvar la distancia entre ambos, Corail interpuso la mano en su camino. Era suave y tierna, pero dejaba claro que no pasaría de ahí.
Caradhar, aun con todo el afecto que has llegado ha inspirarme, más que ningún otro elfo de Argailias, no podemos tomar esa senda —susurró.
¿Es porque estáis casada? El Maede no lo sabrá por mí.
No, no es eso.
¿Entonces por qué me habéis citado aquí? ¿Por qué no queréis continuar ahora?
Porque... —Aspiró hondo—. Porque soy tu madre.
Las cejas rojas del dotado casi se tocaron ante lo que consideraba una broma incomprensible. Retrocedió hasta su extremo del diván y trató de buscar una explicación en los rasgos de la Maediam. Al no hallar ninguna, se levantó.
Os burláis —replicó, con voz átona.
Acababas de nacer, yo tenía apenas tu edad ahora y estaba soltera. Habría sido un escándalo para Llia'res y el fin de todas mis expectativas, así que lo oculté tras arreglar que te criasen en la Casa. A pesar de nuestra separación, nunca he dejado de preocuparme por ti. Y ahora... Ahora estás conmigo. Juntos de nuevo para conocernos, para forjar el vínculo que siempre debimos tener.
Nunca habéis dejado de preocuparos. —Sus palabras sonaron tan gélidas que fue imposible distinguir si encerraban resentimiento o ironía. Tras ajustarse las ropas, alcanzó la puerta de la sala—. Es la hora de mi entrenamiento. Si no deseáis nada más, regresaré a Elore'il.
¡Caradhar! Sé que es difícil y no te pido que lo aceptes al instante, pero medítalo. Escúchame, perdóname, dame una oportunidad. Todos estos días juntos... ¿No sentiste que había algo especial entre nosotros? Por favor, no te vayas así. —Lo alcanzó e intentó, inútilmente, retenerlo. Suspiró—. Esperaré, esperaré el tiempo que haga falta. Solo ten una cosa presente: no debes contárselo a nadie. Si el rumor llegase a oídos del Maede, yo estaría perdida y tú también.
»He puesto mi vida en tus manos. Te ruego que consideres lo mucho que significas para mí.
Ni un grito, ni un reproche. Después de semanas de estudiar al reservado e indiferente muchacho, la falta de reacción no habría debido tomar a Corail por sorpresa. Pero ese vacío tan completo... Había renunciado a otros medios, como la seducción o la promesa de riquezas, para ganárselo. Había arriesgado lo indecible confiándole la verdad. Había dejado atrás la seguridad de Elore'il, la protección de sus guardaespaldas, para que nadie más averiguase su secreto. ¿Sería capaz su hijo, que no manifestaba ninguna lealtad hacia nadie, de mostrarse leal con ella? Poco podía hacer, salvo confiar en su instinto y ser paciente.
Revivió con inquietud el rostro de Caradhar al partir, luchando por recordar si sus ojos solían estar tan fríos y desprovistos de interés. Aunque no fue consciente entonces, el gesto no era nuevo entre ambos; era la misma mirada que ella le dedicara el día en que le dio a luz.


Para los aspirantes a la guardia de Casa Elore'il había llegado el momento de realizar su primera misión de campo, un paso decisivo en la consecución del rango y la armadura oficial. Caradhar se las había arreglado para formar parte del grupo. No era nada común que un dotado fuera incluido en esas expediciones, y el hecho despertó suspicacias entre algunos altos rangos, pero nadie se atrevió a poner pegas al visto bueno del maestro de armas. El joven no se hacía ilusiones al respecto: si bien le habría gustado creer que el permiso se debía a sus propios méritos, sabía de sobra que era la Maediam quien estaba detrás de todo, tal vez en un intento de recuperar su confianza. No había vuelto a hablar con ella tras la revelación de la Zanja, aparte de una entrevista fugaz y saldada con monosílabos; habría podido decirse que la dama —su madre— respetaba su periodo de reflexión y lo sobornaba con la anhelada salida que tantas semanas llevaba esperando. Nada en Caradhar delataba lo que pensaba al respecto. Sentía verdadera curiosidad por el lugar objetivo de la expedición y planeaba concentrar sus energías en ello.
En un agostado valle en medio de la frontera entre Therendanar y los territorios élficos se agazapaban algunas de las consecuencias vivientes de la rotura del tejido mágico y de la Gran Blasfemia. Según había quedado registrado en algunas crónicas olvidadas, los primeros experimentos que Therendas y sus discípulos perpetraron sobre los tejedores de hechizos, cuando los alquimistas aún se movían en la oscuridad, dieron como fruto terribles abominaciones. Los horrorizados humanos se libraron de ellas y pusieron gran empeño en que sus fracasos no vieran la luz. Algunos de aquellos seres, sin embargo, escaparon con vida de los laboratorios subterráneos. Cómo llegaron hasta el valle, se ocultaron, se multiplicaron y corrompieron la red de cavernas que serpenteaba en las entrañas de las montañas a su alrededor seguía siendo un enigma hasta entonces.
Años y años de práctica alquímica habían convertido el lugar en una especie de vertedero a donde iban a parar los experimentos fallidos. Por alguna razón desconocida, las abominaciones nunca lo abandonaban, así que humanos y elfos se limitaban a emplazar destacamentos de guardia en sus respectivas zonas de influencia, junto con algunos audaces investigadores en sus laboratorios de campaña. El pueblo llano rehuía la zona, conocida como el Valle de Ummankor, y hablaba de aquellas tierras con temor supersticioso.
Casa Elore'il tenía asimismo su propia agenda en Ummankor y sus investigadores trabajando a las órdenes del Gran Alquimista. Ante la falta de noticias de uno de los destacamentos se habían enviado exploradores, cuyos informes reportaron la pérdida total de los efectivos. Ese fue el motivo de que se organizase una nueva expedición, integrada por los aspirantes y cierto número de veteranos, para recuperar los cadáveres y todo el material posible. El Gran Alquimista había hecho gran hincapié en el material.
El emplazamiento estaba desierto. Los cuerpos muertos de varios elfos yacían en el suelo del laboratorio de campaña, entre viales rotos, libros deshojados y retorcidas piezas de metal. Los jóvenes guardias —Caradhar incluido—, los oficiales y los alquimistas emprendieron las tareas de recuperación.
Aunque el dotado había recibido la orden expresa de permanecer con los civiles, no desaprovechó la ocasión de apartarse del grupito y fisgonear. Al final, algo llamó su atención entre los restos, el lateral de un pequeño cofre decorado que sobresalía bajo una pila de pergaminos hechos jirones. El sello del cierre, un ser mitológico compuesto por partes de diferentes animales, le resultaba muy familiar. No dejó de darle vueltas hasta que recordó que era el escudo de armas personal del Gran Alquimista. Su instinto entró entonces en juego y le susurró que debía hacerse con aquel objeto. Tras cerciorarse de que nadie lo observaba, se acercó a la pila y escamoteó el cofre deslizándolo en el interior de su armadura.
Las labores de rescate se completaron en poco tiempo, con lo que su estancia en Ummankor fue mucho más breve de lo que le hubiese complacido. No opinaba así Nestro, quien lo recibió en Elore'il con gran alivio, tras días de preocuparse por su suerte en los peligrosos dominios de las abominaciones. En cuanto cayó la noche, el maestro de armas se precipitó en su dormitorio, lo aprisionó contra el colchón como solía y lo cubrió de caricias feroces antes de rendirse y darle la espalda.
Caradhar aún estaba despierto cuando lo sorprendió la madrugada. Nestro, en cambio, había caído exhausto tras una intensa sesión para recuperar el tiempo perdido. Al contemplar su atractivo rostro en calma, el dotado reflexionó sobre las largas semanas que llevaban acostándose y lo poco que sabían el uno del otro. No era que le importase; después de todo, acostumbraba a dispersarse cuando el otro parloteaba sobre sus hazañas con la espada o sus conquistas. Ahora bien, ¿cómo habría de reaccionar Nestro si supiese uno solo de sus secretos? Que le había robado material al Gran Alquimista, que tal vez era el hijo bastardo de una noble...
Sacudió la cabeza y se acomodó. Compartir intimidades únicamente servía para meter a la gente en líos y por eso no lo había hecho nunca con nadie. Los amantes iban y venían, los problemas tendían a quedarse. Era mejor aprovechar la buena racha, aunque en el fondo sintiese un prurito de curiosidad por saber qué había impulsado a la Maediam a reconocer su parentesco tras todos esos años. Porque no era ningún ingenuo, sabía que debía tener un motivo.
Siempre lo tenían.



Justo cuando Caradhar se rendía al sueño, Corail atendía en su salón privado a su particular visitante misterioso de la voz profunda.
¿Cómo está? —preguntó ella sin rodeos—. ¿Se desenvolvió bien en Ummankor? ¿Se expuso a algún peligro?
La zona estaba tranquila y bien defendida. No llamó la atención sin necesidad ni se comportó de manera inapropiada. Excepto...
¿Excepto?
Poca cosa, se quedó con algo que encontró entre los restos. Ordenaré que registren sus pertenencias para averiguar qué es.
Déjalo estar. Es joven, tiene derecho a ocultar algún que otro secretillo. Y dime, ¿qué está haciendo ahora?
Durmiendo. Con el maestro de armas, según es su costumbre.
¿De qué suele charlar con Nestro? —preguntó Corail al descuido mientras jugueteaba con su colgante de plata—. ¿De qué charla con cualquiera, en realidad?
Ya os respondí a eso, ni es un gran hablador ni se le da muy bien escuchar. No suele relacionarse con nadie, menos aún desde que tiene compañero fijo de cama. Responde a las preguntas de sus profesores y poco más.
Hmmm. ¿Y eso no ha cambiado en estos últimos días?
No. Debería preocuparos más otro tema: vuestras reuniones habituales con esos dos han acabado por llamar la atención del Maede. Eso traerá consecuencias.
Sí, supongo que no te falta razón. ¿Qué me aconsejarías al respecto?
Creo que es evidente, mantener las distancias.
Ah... —El colgante se soltó y le resbaló de las manos. No llegó a tocar el suelo, pues su acompañante lo interceptó a medio camino y se lo devolvió—. Mucho me temo... que eso no entra en mis planes.





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