2017/08/14

EL DON ENCADENADO V: Fantasmas del pasado






Es una sustancia notable, sí, señor. ¿Y dónde dijiste que la habías conseguido?
Al resonar en las húmedas y oscuras paredes de la fétida estancia del laboratorio, la voz que había pronunciado esas palabras resultaba aún más perturbadora. Muy pocos elfos —ninguno ajeno a la profesión— frecuentaban el Gran Laboratorio del castillo del príncipe de Therendanar. Y, sin embargo, Caradhar se sentía cómodo entre aquellos muros. Y con aquel humano.
Maese Jaexias era tan inquietante como su voz: delgado hasta lo imposible, pequeño, encorvado, con una piel grisácea que parecía adherirse directamente a su decrépita osamenta. Ni un pelo cubría su cuerpo y, bajo el mondo cráneo, dos ojos de un desagradable azul acuoso observaban el mundo sin un par de cejas que los coronasen. Pero era aquella voz cavernosa, que brotaba de su garganta igual que una corriente de ultratumba, lo que más incomodaba a quienes lo conocían.
El alquimista apenas había cambiado desde que Caradhar, siendo poco más que un crío, visitara el laboratorio por primera vez con los aprendices de su antigua Casa. Si se consideraba la gran longevidad de los elfos, el hecho habría dejado atónito a cualquiera. Tal era el poder de las fórmulas que prolongaban la vida de los adeptos. Casi todos los alquimistas humanos las consumían, en un intento de aferrarse a una existencia que quizá los condujera a más descubrimientos. Secuela de la prolongación antinatural del ciclo vital era aquella apariencia de cadáver animado que tan común era entre ellos; un precio que pagaban gustosos aun cuando los convirtiese en ermitaños a la fuerza. Maese Jaexias era tan viejo que la mayoría había olvidado su auténtico nombre —incluido él mismo, a veces—, así que todos se contentaban con llamarlo Viejo Zorro.
En las escasas ocasiones en las que Caradhar viajaba a la ciudad, pasaba todo el tiempo con él. Era una relación curiosa: el elfo procuraba aprender cuanto podía del saber alquímico humano y aquel adepto le infundía confianza y respeto. En cuanto al viejo alquimista, atraído en principio por la perspectiva de estudiar de cerca a un elfo con el Don, había pasado de tolerar al muchacho a apreciar su compañía de una forma que no alcanzaba a explicarse. Con él eran todo ventajas, dado que no le molestaba aquel lóbrego y pestilente lugar, hablaba poco y era de carácter calmado y desapasionado, a diferencia de la mayoría de los indisciplinados aprendices que, cada vez en menor cantidad, aceptaba bajo su tutela.
Así pues, no fue extraño que el elfo aprovechase los pocos días de permiso concedidos en Elore'il para escabullirse a Therendanar y visitar a su viejo conocido, a cuya mesa estaba sentado. Entre ellos descansaba una cajita de madera con una muestra del contenido del cofre hallado en Ummankor, una fina capa de pequeñas escamas de color gris plateado. Su procedencia era lo que había despertado la curiosidad del alquimista.
No te lo dije —fue la evasiva respuesta de Caradhar. El alquimista le clavó los ojos desde la profundidad de sus hundidas cuencas, pero no insistió.
Observemos qué pasa si...
El viejo tomó un pellizco de las ligerísimas escamas con su mano enguantada, las esparció en una bandeja sostenida sobre un trípode y acercó una llama. Lanzó entonces un gruñido pseudoarticulado. Un aprendiz, cuyo rostro era el vivo retrato de la resignación, entró en el lóbrego cuartucho y se aproximó a la mesa; volutas de humo surgían del fuego, elevándose hasta sus fosas nasales. Una transformación curiosa se operó en él cuando las inhaló: su cuerpo quedó paralizado, agarrotadas sus extremidades, su mirada perdida en algún punto de la pared. Aunque la rigidez se mitigó poco después, permaneció allí sin moverse y sin abrir la boca.
Caradhar no perdió detalle del experimento. Al volverse hacia el viejo notó que se había mantenido a una distancia prudencial y se cubría la parte inferior de su rostro con una mascarilla de tela gruesa, a través de la cual aún alcanzaban a oírse sus gruñidos de aprobación. Viejo Zorro colocó entonces una campana de vidrio sobre el trípode y el aprendiz recuperó los sentidos de manera gradual, como si despertase de un profundo sueño.
¿Cómo puedo serle útil, maestro? —preguntó, perplejo. En apariencia, el episodio se había borrado de su memoria.
Ah, no te preocupes, no es nada, puedes marcharte, dónde tendré la cabeza... Has sido de mucha utilidad, sí, señor.
El alquimista lo despidió con un vaivén de su mano huesuda, concentrando su atención en la burbuja de cristal. Su asistente se retiró, aturdido, si bien notoriamente aliviado por conservar todos sus miembros intactos.
Es muy volátil —comentó el viejo, más para sí que para su compañero—. Reactivo al fuego, y te apuesto a que también puedes usarlo en base líquida. ¿Lo has visto? Mi ayudante no tendrá el cerebro más brillante de los alrededores, de acuerdo, pero tampoco suele mostrar la agilidad intelectual de una lombriz de tierra. Esto prueba lo potente que es la sustancia, sí, señor. ¿Cuál será el uso al que está destinada? —preguntó, expectante.
Todavía no lo sé. Trataré de averiguarlo. Gracias, Viejo Zorro.
Caradhar tomó la cajita, levantó la campana de vidrio, arrojó la bandeja al fuego —para decepción del alquimista— y se marchó.
Qué chico, ni se molesta en inventar excusas. Cortante como un cuchillo, sí, señor, pensó Maese Jaexias, alias Viejo Zorro. Y muy hábil. El humo no lo afectó en absoluto, ni cuando retiró la campana. Me pregunto a qué se debe esa curiosa resistencia. Me pregunto...


Dado que aún le quedaba un día antes de regresar a Elore'il, Caradhar aceptó la última invitación clandestina de la Maediam y la visitó en su refugio de la Zanja. Tal decisión no fue tomada a la ligera. No deseaba seguir escuchando la historia, pero todas esas noches en solitario, rememorando una y otra vez la imagen de su espada sesgando la vida de Nestro, habían acabado por hacer mella en su determinación. Cabría mencionar que su actitud al regresar al escondite fue muy diferente, pues no se mostró cauto, ni cohibido, ni respetuoso. Corail le había revelado su mayor secreto y con toda seguridad habría de querer algo de él; ya no se sentía en inferioridad de condiciones en un lugar donde ambos tenían un pasado turbio y un futuro incierto.
Adelante, Caradhar, me hace muy feliz que aceptes mi invitación —lo saludó ella después de ser recibido por la misma doncella de la primera visita—. Después de tanto tiempo, casi había perdido la esperanza de que me permitieras disfrutar de tu compañía, mi querido...
No hagamos un drama de esto, mi vaiam —la cortó el, con voz inexpresiva—. ¿Qué es lo que tenéis que contarme?
La verdad. Y quisiera empezar por calentar esta fría atmósfera entre nosotros, hijo mío. En privado no es necesario que me llames Maediam ni que uses ese lenguaje tan cortés.
De acuerdo, Corail —silabeó el dotado sobre el borde de su copa de vino—. Habla.
La elfa sonrió para sí. No había esperado que la llamase madre de buenas a primeras y, al menos, aquella manera de dirigirse a ella sonaba más personal que mi vaiam.
Sé que te habrás preguntado por qué sucedió y por qué te lo revelo ahora. La respuesta es muy simple: miedo. Como hija menor de Llia'res, mi deber era emparentar con una Casa de mejor rango para salvaguardar el honor de la mía. No te pido que imagines mi temor cuando yo, que por entonces servía en el Templo de la Luna, descubrí que estaba encinta. Lo que debí hacer para ocultarlo, lo que removí para que se te garantizase una posición segura en Llia'res... Poco después, el Maede Killien en persona solicitó mi mano. Era la mejor oportunidad que iba a presentárseme en la vida. Aunque quise traerte conmigo, tu Don te hacía demasiado valioso para que mi hermano aceptase entregarnos a los dos a Elore'il. Fui débil..., y te dejé atrás. Incluso ahora, tras todos estos años, dirás que me impulsan motivos egoístas para querer tenerte a mi lado, porque eres mi único hijo y el último consuelo de mi soledad, pero... —Colocó una mano en la rodilla del joven. Este no trató de apartarla—. Esa es la realidad, Caradhar, no puedo renunciar a ti. A pesar de mis errores y del destino, siempre me has inspirado el más tierno afecto. Eres mi sangre.
¿Y por qué no tienes hijos con el Maede? La Casa lo comenta —le espetó el elfo. Ella retiró la mano de golpe, como si el contacto la quemara—. Solucionaría tus problemas. Ya no me necesitarías.
Duele tanto que digas eso... Bien, me lo merezco y lo acepto, igual que me merezco este destino que los dioses han decretado para mí. Es evidente que han querido castigarme por el terrible pecado de abandonarte, pues mis entrañas se marchitaron después de hacerlo y ya no he sido capaz de volver a concebir. Ni todos los galenos y alquimistas, ni sus pócimas, ungüentos y elixires han podido remediarlo. Mi marido, Killien, es un ser vil, cosa que ya has comprobado por ti mismo. No deja pasar un día sin echarme en cara, con palabras hirientes, cuán inútil le resulto. Me amenaza con repudiarme y desposar una jovencita que le dé hijos y, mientras tanto, llena su lecho con... cortesanas, sin tener siquiera el pudor de hacerlo a mis espaldas. Sí, los dioses deben considerar que he de sufrir mucho para purgar mi culpa.
Corail se levantó para colocarse a la espalda de su hijo, deslizó las manos sobre su cuello y lo abrazó, bajando la cabeza de manera que sus labios rozasen el oído del joven. Continuó hablando en susurros, su aliento cálido bañándole la piel.
Ahora te veo, tan hermoso, y me pregunto si los dioses no abrigaban otros planes; si no han decretado, en su sabiduría, que el vientre que ha dado a luz un fruto tan perfecto no puede sino secarse, exhausto. —Desató la cinta que sujetaba los largos cabellos de Caradhar y esparció la melena, en roja oleada, sobre sus hombros—. Yo te digo, hijo mío, que no hay uno solo en Elore'il que pueda comparársete. Si el cielo se dignase a mostrar justicia, Killien desaparecería y el fruto de mi vientre sería el próximo Maede de la Casa. —Corail se inclinó aún más sobre él, mejilla contra mejilla, mezclando sus cabelleras. Un sedoso mechón encarnado se deslizó hasta la comisura de sus labios—. Mi sangre, y no ese monstruo cruel que tiraniza a cuantos le rodean con ese poder perverso, que te forzó a levantar el arma contra nuestro querido Nestro, a pesar de lo mucho que significaba para ti. ¡Cuánto daño nos ha hecho! Ruego para que veamos la luz y, de una forma u otra, nos sea mostrado el camino a nuestra liberación.
Apartó el mechón y besó la porción de piel donde antes estuviera. Caradhar no se inmutó ni se debatió; su mirada, perdida en el vacío, tampoco siguió a Corail mientras se encaminaba hacia la puerta.
Mas tú no debes arriesgarte, hijo mío, eres todo lo que me queda. Mantente a salvo, no te arriesgues, no hables con nadie. Y recuerda que tu madre te quiere.


En la etapa que siguió a la charla con Corail, Caradhar dedicó mucho tiempo a sopesar su futuro en la Casa. Resolvió, en principio, que su madre continuaría ignorando la verdad sobre su papel en la ejecución del maestro de armas. ¿Le había pedido que no contase nada a nadie? La complacería, comenzando por su aparente inmunidad a las insólitas habilidades del Maede.
La naturaleza de estas y su conexión con la sustancia analizada por Viejo Zorro eran lo que más lo intrigaba. Para sonsacar a la Maediam sobre cuanto sabía al respecto, aceptó otra invitación a su refugio y la sometió a cuantas preguntas le vinieron a la mente. No tardó en comprender lo poco que sacaría de ella, puesto que Corail caminaba a ciegas respecto a los logros del laboratorio de su Casa. Eran secretos, suponía, que Killien solo compartiría con el Gran Alquimista; su mano derecha, según le habían revelado. El laboratorio era el objetivo al cual tenía que dedicar sus esfuerzos, mas ¿cómo hacerlo, cuando ni siquiera le estaba permitido acercarse? ¿Cuando nadie le hablaba de lo que sucedía dentro de sus muros? ¿Cuando no había llegado a conocer a ningún alquimista?
Entusiasmada por disfrutar la compañía de Caradhar, Corail le rogó que no regresase a Elore'il para poder reanudar sus conversaciones por la mañana. Esa noche, mientras el joven cavilaba en la oscuridad de la alcoba que le habían asignado, el suave ruido de la puerta deslizándose atrajo su atención hacia ella. Sobre el umbral se dibujó una silueta femenina. Imaginando que sería Corail, hizo ademán de prender la palmatoria de su mesita, pero la silueta se acercó, presurosa, y colocó una mano liviana sobre la suya para impedírselo. Comprendió entonces, con una mezcla de alivio y decepción difícil de explicar, que se trataba de la doncella de su madre.
Hola. No sé cuál es tu nombre —saludó él, sin recibir respuesta. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, escrutaron a su silenciosa compañera. Ella mantuvo la vista baja durante unos instantes; después se llevó una mano a la boca y sacudió la cabeza—. ¿No puedes hablar? —Se produjo un nuevo silencio, durante el cual la muchacha pasó a señalarse la garganta y a continuar negando—. Ah, eres muda. —Ella asintió con timidez—. ¿Qué es lo que quieres de mí?
Tras una primera vacilación, la elfa soltó los cordones que anudaban su túnica ligera y se desprendió de ella. No llevaba nada más. En la penumbra, los ojos de Caradhar recorrieron toda aquella piel desnuda: un cuerpo menudo de líneas armoniosas, el vientre que le subía y bajaba con rapidez. Permaneció en silencio, sin hacer gesto alguno. Ella titubeó ante aquella falta de iniciativa. Moviéndose con cautela, como si temiese ser rechazada, se colocó a horcajadas sobre las piernas extendidas del joven y alzó los brazos para desatarse la larga melena, que se desparramó sobre su espalda. Al hacerlo, las curvas de sus pechos quedaron expuestas ante él con toda su voluptuosidad. Las manos de Caradhar se movieron, por iniciativa propia, a acariciar aquella suave carne que se le ofrecía; manos que después, sin delicadeza alguna, se deslizaron por la espina dorsal de la muchacha y se crisparon sobre sus nalgas para atraerla hacia sí.



Era una muchacha bonita y obediente, justo lo que el joven necesitaba entonces para llenar su cama vacía. Después de que Corail lo convenciese para prolongar su estancia, disfrutó de su compañía a lo largo de todas las noches que permaneció allí.


A las puertas de Elore'il, Caradhar se vio inmerso en el revuelo ocasionado por una comitiva en su regreso a la Casa. Aunque en un primer momento quiso aprovechar el gentío para colarse sin llamar la atención, se detuvo cuando vio descender del carruaje que escoltaban una figura con el escudo del Gran Alquimista sobre sus ropas de viaje. Una capucha velaba sus facciones. El pelirrojo se volvió hacia uno de los curiosos entre la multitud.
¿Es el Gran Alquimista?
El interpelado miró al joven con cierto desdén.
Por supuesto que no, todo el mundo sabe que nunca se ausenta de la Casa. Se trata de su asistente principal.
Cuando el dotado pudo echar un vistazo a lo que aquella capucha dejaba en sombras, su semblante se congeló. Y tal vez fuera la sensación de aquella mirada helada fija en él, pero lo cierto es que el asistente desvió los ojos y se encontró con los del dotado. Una chispa de reconocimiento brotó en ellos al cabo de un breve examen, junto con una sonrisa desagradable en su boca.
Caradhar no había necesitado hacer ningún esfuerzo para recordar. Reconoció en el acto el rostro de Darial, el alquimista influyente gracias a cuyo encaprichamiento él había tenido acceso a los laboratorios de Llia'res y Therendanar.


A lo largo de los días siguientes, Caradhar comprobó que su situación en la Casa había cambiado. Para empezar, apenas le era posible dar diez pasos sin que algún guardia controlara sus movimientos. Los dotados eran demasiado valiosos para que les permitiesen vagar a sus anchas, cierto, pero si tan caras eran sus habilidades al Maede, si lo había aceptado en la guardia, ¿por qué nunca lo convocaba ante su presencia? Difícilmente iba a poder cumplir sus nuevas funciones —y estudiarlo de cerca— si era mantenido de lado a propósito.
Igual de frustrante había resultado su reencuentro con Darial, una parte de su pasado que nunca habría querido tener de vuelta. Y una difícil de esquivar, pues ¿cómo conducirse con discreción cuando todos en la Casa sabían quién era ese dotado pelirrojo que había ejecutado al maestro de armas? Cualquiera podía ofrecer indicaciones sobre su paradero, en cualquier momento alguien se presentaría ante su puerta. Transcurridos tres días sin ningún incidente, el joven bajó la guardia. Quizá había sido su imaginación y Darial no lo había reconocido; o quizá no le importase en absoluto después de varios años.
Para llenar su tiempo, se empleó a fondo en una larga y tardía sesión de esgrima en solitario; por más que el Maede hubiese dado la orden, a nadie le apetecía mostrarse amigable con el asesino del carismático Nestro. Los elfos sentían predilección por las espadas ligeras y eran famosos entre los humanos por su hábil estilo a dos manos, con dos hojas de igual o diferente tamaño. El joven dotado se empecinó, sin embargo, en blandir una espada bastarda que apenas podía sostener. Aunque sus movimientos lentos y desmañados arrancaron sonrisillas de burla del resto de sus compañeros, él los ignoró con indiferencia. Solo sabía que descargar golpes sobre algo hasta quedar exhausto iba a hacerle sentir mejor.
En los baños todo estaba en silencio. Tras despojarse de las botas y la camisa acolchada, se sumergió en una de las tinas de piedra. La superficie del líquido templado le devolvió su reflejo, un rostro con la acostumbrada falta de expresión, suavizado esa vez por un sentimiento de alivio. El alivio de no verse forzado a confrontar cierto fantasma del pasado.
Hundió la cabeza en el agua y la mantuvo así largo rato. Al emerger con brusquedad y abandonar la tina, su cabello rojo se esparció en torno a su espalda, rociando agua en todas direcciones. Un resoplido le hizo volverse con rapidez: tomada por sorpresa por la ducha repentina, una figura se hallaba de pie a dos pasos de su baño. El fantasma.
Darial era un elfo alto y de complexión ligera. Su rostro, enmarcado por largos cabellos rubios, era atractivo, pero el conjunto desmerecía debido a una boca cruel de labios excesivamente delgados, como un tajo sobre su mandíbula cuadrada. No había cambiado ni un ápice desde que Caradhar lo conociera en Casa Llia'res. Aquella época que el tiempo había relegado a un rincón oscuro de su memoria regresó ahora, vívida, por obra de la perversa sonrisa y los taimados ojos amarillos de Darial.
Quién iba a decírmelo... Déjame que te mire. —El elfo rubio alargó la mano de dedos largos y finos para sostener en alto la barbilla de Caradhar mientras sus ojos supervisaban todo su cuerpo. Dado que se revolvía, lo acorraló contra la pared para bloquear cualquier tentativa de escape—. ¿No te alegra volver a encontrarnos? Oh, aunque ya no eres un niño, no has perdido tu encanto. Y es obvio que no me has olvidado.
Tras insertar el pie derecho entre los del joven, lo forzó a separar las piernas. Su índice trazó la línea de su mandíbula hasta los labios y se deslizó entre ellos para abrirlos, inclinándose hasta que los suyos propios quedaron suspendidos a un soplo de distancia. La mano izquierda invadió el espacio accesible entre sus muslos y palpó en busca de su entrada trasera. El frente fue ignorado por completo, como si al maestro alquimista solo le interesasen las partes de él que no delataban su género.
¿No quieres mirarme, Adhar? Mírame.
Ese diminutivo ya olvidado... Esa rudeza en una zona de su cuerpo que no había usado en años... Los fríos ojos de Caradhar, hasta entonces perdidos en el vacío, se enfocaron en los de Darial. Su impasibilidad hizo que se recrudecieran los ataques de la mano intrusa, hasta el punto de que el dotado tuvo que morderse la lengua para ahogar un gemido. Para su alivio, un sonido proveniente del corredor forzó al cazador a soltar a la presa; eran un par de guardias que entraban a tomar un baño de última hora. El contrariado Darial no tardó mucho en darse la vuelta y marcharse, pero no sin antes susurrar a Caradhar: «Vendrás a mis aposentos a medianoche. No me obligarás a ir a buscarte y arrastrarte hasta allí, ¿verdad?».
Acostumbrado a ver frustradas sus expectativas, el joven concluyó su aseo con rostro imperturbable, aparentando una calma que no se correspondía con la tormenta de sus pensamientos. Recordó, sin poder evitarlo, sus años de infancia, el silencioso huérfano que rondaba Llia'res con la libertad otorgada por su condición de dotado, sin otro precio a pagar más de algún corte que otro cuando alguno de los nobles precisaba su sangre curativa. Si bien era poco disciplinado, soportaba bien los castigos y el dolor, y no se quejaba cuando lo sangraban ni cuando lo enviaban al laboratorio para que los alquimistas experimentasen con él. El asistente del Gran Alquimista, el alto elfo de ojos amarillos llamado Darial, solía solicitar su presencia a menudo. Hallaba un placer extravagante en evaluar el alcance del poder de su sangre —nunca en sus propias heridas, por supuesto; no dudaba en lesionar a otros para ello— y en estudiar su fisiología. Y Caradhar lo toleraba. Había descubierto cuánto le gustaba rondar por las instalaciones de los alquimistas, tocar sus equipos y observar cómo transformaban sustancias simples en compuestos cuyas propiedades se le antojaban mágicas; visitar aquel lugar tan interesante bien valía la incomodidad. Y conforme pasaba el tiempo notaba los ojos de Darial más fijos en él, y más prolongados sus contactos físicos, hasta que, cierto día, le ofreció llevarlo con él al Gran Laboratorio de Therendanar «si era un chico bueno y obediente». Ignoraba el alcance de esas palabras. No lo averiguó hasta aquella misma noche, en el dormitorio de Darial.
Siempre fue así, hasta la marcha por la puerta grande del prestigioso alquimista y, con ella, la recuperación de su limitada libertad. Mas, por mucho que hubiese desterrado los recuerdos a un nivel profundo de su subconsciente, el retorno de aquel elfo hacía imposible ignorarlos. El regusto a humillación volvía a anidar en su lengua.
Barajó soluciones peregrinas hasta que una idea fría y racional se alzó sobre las demás: aquella era una oportunidad única de aproximarse a los secretos del Gran Alquimista. Una oportunidad que no habría de reportarle ningún placer, cierto, pero que quizá le granjease la entrada en el dominio alquímico de Elore'il, igual que antes. Después de todo, ¿importaba mucho el placer? No lo había sentido cuando Darial decidió convertirlo en su juguete; ni al sufrir los castigos de sus otros guardianes para acabar con su orgullo y forzar en él obediencia; ni al obedecer órdenes, pasar largas y heladas noches en solitario e, incluso, consumir alimentos que no alcanzaba a saborear. Le recordaba a la historia de su vida y, por lo tanto, para él no era nada extraordinario.


El alojamiento de Darial formaba parte de una larga fila de departamentos que incluían el laboratorio, algunos almacenes y los aposentos personales del Gran Alquimista, custodiados por grandes puertas reforzadas. Aquello fue todo lo que Caradhar pudo averiguar en su discreta inspección en mitad de la noche antes de volver a la habitación del alquimista. El elfo rubio parecía dormido. Su joven acompañante terminó de vestirse y se preparó para volver a su propio dormitorio.
Sentado en la oscuridad, intentó no pensar en lo que había tenido que hacer tras obedecer la llamada nocturna de Darial. Él era la causa por la que el pelirrojo jamás permitía que nadie lo tomase. Era su primer compañero de cama, la única relación que no había escogido libremente... y también la única que jamás le había dado placer.
Aunque era posible que a los ojos de la mayoría Caradhar fuese una víctima, semejante idea habría resultado incomprensible para él. Tal vez se sintiera así en sus primera etapa como mascota de alcoba de Darial, pero el sentimiento había pasado pronto; el dolor físico solo dejaba una impronta temporal, bastante insignificante para su cuerpo bendecido con el Don. Por lo que respectaba a cualquier otro tipo de dolor, Caradhar era incapaz de sentirlo.
Aquel día, razonaba, se encontraba allí por su propia voluntad. Aun así, sentía una vaga repugnancia hacia la manera sumisa que había tenido su cuerpo de responder a los avances del alquimista. ¿Años de padecer ese tratamiento le habían tallado una huella tan profunda? No, negaba para sí. Él ya no era el mismo, había tenido que esforzarse para no quitárselo de encima mientras lo penetraba. Su naturaleza sexualmente dominante chocaba con la de Darial; sentir su cuerpo tratado como un juguete no le proporcionaba placer, sino rechazo.
No obstante, era lo que debía hacerse por el momento.
Cuando ya se deslizaba fuera de la habitación, una luz brilló junto al lecho del alquimista.
¿A dónde crees que vas?
Creí que habías terminado. Iba a mi cuarto, a dormir.
¿Y quién te ha dicho que podrás dormir? —Con una de sus risitas burlonas, Darial palmeó el lado vacío del colchón—. Vuelve aquí. A lo mejor te dejo marchar... más tarde.estello de un relámpago, una chispa de luz se reflejó en los ojos rojos del elfo. Por un instante semejaron estar vivos.





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